Tres noches de iniciación

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Tres noches de iniciación

Adán Echeverría

Gilda Mex era una mujer imponente, como salida del vientre de su madre hecha ya vaca bravía, de pie y lista para embestir sobre cualquiera que se le pusiera enfrente. Entre sus hermanas era la escogida, la agraciada con la fuerza de mil carneros, la rapidez del viento que bajaba desde las colinas. Su pelo era como río navegable, y sobre sus espaldas podían asentarse las estrellas. El mundo era pequeñito para sus poderosas piernas, para sus brazos como troncos de árboles pelados. Por su estatura, las burdas intenciones de los hombres de su región jamás le estarían veladas porque nada podían hacer ellos para hacerla menos, o para dejarla de lado, porque no había varón alguno que quisiera enfrentarla. Gilda era su propio refugio, la guarida para aquellos que querían ser protegidos. Era incapaz para el miedo, y nada podía hacerla sentir culpable.

Su demoledora naturaleza comenzó al momento del parto, con la muerte de su madre. Nacer y asesinar. Su padre había gritado maldiciones a la niña monstruo por su nacimiento o imposición y asesinato. Era del doble de tamaño de lo que cualquier niño o niña hubiera visto antes, y nadie se dio cuenta porque venía doblada en el vientre materno, doblándole la espalda y ocasionando cientos de complicaciones a su madre, desde la gestación.

Tal vez todo se haya debido a que fue engendrada el día del eclipse, a que había en la ventana cuatro chotacabras mirando a los amantes en su ritual, o que en verdad aquella mina de cadmio, de las cercanías, haya contaminado el pozo donde su madre se lavara todos los días que durara su embarazo; porque de ese pozo había sacado el agua serenada con que cocinaba y servía el café a su marido. Cualquier cosa pudo ser, pero ahora Gilda estaba en el mundo, y el mundo le quedaba pequeño.

Los otros tres hijos anteriores de los Mex eran de talla normal, un niño y dos niñas, gráciles y tiernas. No era así Gilda Mex, que mostraba ese poderío en sus piernas, en sus muslos, en su talla, su vientre, sus brazos y aquel cuello que la mostraban como un enorme Golem, como un ser con la estructura de tótem. A los cinco años mató su primer carnero, doblándole el pescuezo con las manos por haber derribado a su hermana mayor, Acelia, y Gilda no había querido reconocer la afrenta; y se la tuvieron que cobrar.

–  Nadie jamás tocará a mis hermanas, nadie se burlará de mi familia, solamente yo puedo castigar a mi padre, y a mi hermano mayor –. Y así ocurría, con la muerte de la madre, el padre de Gilda pudo pensar que todo tenía que terminar en que su hijo primogénito tuviera la voluntad de ayudarle para sacar a las otras tres niñas adelante, pero Gilda siempre fue su fortaleza, era más rápida que el hermano mayor, era más fuerte, era más alta, más ancha de hombros para cargarse el arado y hacer los surcos para la semilla de los cultivos que sostenían a la familia.

Gilda no quiso aquello de la escuela, prefería junto con su padre y su hermano, trabajar el campo. – Que vayan las nenas al colegio, que aprendan y luego que me enseñen –, y así pudo ser siempre. Hasta que cumplió los 12 años, y medía 1.70 m, pesando 82 kg de puro músculo. Sus grandes muslos, sus enormes senos, su cuello de vikingo, su espalda como un roble, imponían miedo en todos aquellos que se le acercaban. Pero aquella tarde que sus dos hermanas trajeron a la casa a Cecilia, el mundo de Gilda Mex cambió.

Los Mex eran pobres, sí, pero sabían trabajar la tierra. Pobres, sí, pero limpios, pobres, pero higiénicos. Y las dos nenas de la casa siempre se portaban coquetas y sabían que la presencia de Cecilia en la casa podía significar el enamoramiento de su hermano mayor, un joven de 17 años, demasiado grande, quizá, para el amor de aquellos valles, pero que aún con todo podía recuperar el tiempo perdido con la presencia femenina; y quienes, si no sus hermanas podían presentarle a una mujer que fuera capaz de sostener en las caderas el amor por aquel joven familiar, trabajador y hogareño, y brindarles el ansiado reconocimiento y permanencia del apellido Mex.

Nadie pudo fingir no entender lo que pasaba. Lo que ocurrió entre la joven visitante y la hermana menor. Estaban seguros que debieron prever lo que en cualquier momento ocurriría, porque terminó por suceder y nadie tuvo los arrestos para evitarlo. Gilda los encerró a todos, cargó en sus hombros a Cecilia, y se la llevó a una cueva encima del único monte que se levantaba en la región. Gilda intentó hacerle la corte, pero la chica no entendía qué cosa era lo que estaba pasando y lloraba, Gilda la abofeteaba: –¡Cállate niña, que yo te quiero querer, cállate y ten por seguro que sabré cuidarte!, porque nadie te podrá proteger como yo–. Y los ruegos y las explicaciones no podían contener la rabia de amor contenida en los músculos de Gilda.

La tomó por mujer, y la fue disfrutando algunos pocos días. Los hombres del poblado salieron con antorchas a buscar al monstruo, pero Gilda era tan temida como peligrosa, por lo que todos apuraban al otro para hacerle frente. Al final, temerosos, cansados, frustrados por el miedo llamaron a la Guardia Rural. Los Mex no sabían cómo proceder, no querían que su Gilda terminara muerta. ¿Qué pasará con Cecilia?, se preguntaban unos a otros.

Gilda no quiso hablar con nadie más que con su hermano mayor. Y fue Ricardo quien la convenció que dejara ir a Cecilia. – Ellos van a matarte, Gilda. Y esta pobre mujer ya es apenas un andrajo, déjame llevarla, necesita un médico –.

– No quiero que muera, quiero que viva contigo, Ricardo–, reconoció Gilda, llena de ternura, quiero que la cuides siempre. El hermano tuvo que aceptar el casamiento, pero no por temor a su hermanita, y en verdad amaba a Cecilia. Tuvo que aceptarlo porque era la mejor forma de romper su timidez, de hombrecito taciturno. El cuidado que el joven dedicara a la pequeña Cecilia fue creciendo como una pequeña llama de lástima, hasta convertirse en un matrimonio bajo el perdón otorgado a la secuestradora.

Cecilia se había recuperado en los brazos de Ricardo, y no guardaba rencor alguno a la mujer que la había retenido en aquella cueva. Hay un horizonte, siempre lo hay.

Gilda Mex, pudo volver a los dos años a la tierra de su familia. Era ahora más monstruosa. A sus catorce años, su 1.95 m de altura y sus 90 kg de peso, habían convertido parte de su tejido adiposo en músculo y fibra, que la hacían más temible. Las poblaciones entonces vivieron aquella ola de terror. Gilda bajaba todos los viernes al poblado para llevarse a una doncella. Y las regresaba al amanecer del lunes. Tres noches bastaban para saciar sus apetitos sexuales con las féminas, y lo que al principio era un acto de violencia, se fue volviendo sacrificio, luego tradición y después entrega. En toda la comarca se establecieron concursos entre las jóvenes de edad quinceañera que quisieran irse con Gilda Mex a la montaña. Y eran sumamente concurridos. Las chicas de las poblaciones esperaban con ansias tener la edad para poder participar de aquella fiesta. Todas querían ir, y al final, poco a poco, la mayoría lo conseguía.

Las tres noches de iniciación se las llevaban niñas y las devolvían mujeres. Mujeres entrenadas en el sexo con aquella mujer encerrada en el cuerpo de un hombre rudo, y la violencia sexual y la ternura cálida que Gilda les podía y sabía ofrecer las transformaba. Gilda sabía arrancarles la culpa, sabía encender en ellas los ideales y la fortaleza para saber dar y exigir. Y entre los escarceos, las caricias, el rasgar de pieles y el despertar de las hormonas, las volvía mujeres generosas, entregadas, que luego sabían brindarse en matrimonio a hombres que sabrían valorar aquella sana voluntad de la mujer con quien ahora formarían una pareja en equilibrio. Porque si las maltrataban, tendrían que vérselas con Gilda.


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