Tres años sin Marisela

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 La mañana del día de su muerte platiqué con ella y me dijo: “claro que tengo miedo porque me han amenazado pero no voy a irme”.

Sally Ochoa

Marisela-Escobedo

Marisela Escobedo reclamaba justicia para su hija asesinada.

Nunca pensó llegar así, con el corazón ampollado de tanto dolor. Le dolían los pies y el alma, pero le dolía más saber que su viaje a la capital, el que había construido de retazos de sueños, lo hizo sola y no con su hija, como lo había imaginado siempre. También las razones habían cambiado; el sueño mismo de intercambiar el paisaje desolado de las calles de Juárez por el bullicio de los grandes centros comerciales y las amplias avenidas de Chihuahua había mutado hacia una pesadilla en la que buscaba justicia en un paraje oscuro y agreste donde nadie la escuchaba.
El cielo de Chihuahua, ya no era azul como lo imaginaba ni tenía los rayos del sol entremezclados con la lluvia de junio; tampoco el aire olía a tierra húmeda o a madera de pino como ella creía porque lo había escuchado tantas veces en las voces de sus abuelos que de cuando en cuando la visitaban en la profundidad del sueño o del recuerdo de madrugada. Ahora, el humo de los miles de autos que rugían en la selva de asfalto y concreto, se le metía por la nariz con desenfreno, igual que el ruido, el olor a pavimento y a neumático; igual que la rabia y la desesperación que llevaba en su interior y que le iban creciendo como un tumor maligno, que ella no pidió pero que estaba allí, respirando y alimentándose de su cuerpo como si tuviera vida propia.
No, definitivamente las cosas ya no eran igual que antes. Algo se había roto en el camino el mismo día en que la policía encontró un costal de huesos en un lote baldío cercano al río bravo. Dijeron que era el cuerpo de su hija, pero ella no podía creer que su niña fuera solo eso, un cráneo y un montón de huesos rotos y carcomidos por la humedad, el tiempo, el desinterés y la apatía política.
No podía creerlo porque “su pequeña” tenía una sonrisa que contagiaba juventud y unos ojos oscuros que miraban profundo y hacían querer abrazarla fuerte para que no se escapara como la noche en la alborada rojiza de la frontera o de cualquier otro pueblo de ese estado, que decían era grande porque apenas así daba cabida al valor y la lealtad de sus habitantes. No podía creerlo porque cuando su hija se fue le dijo que volvería la semana próxima, y aunque habían pasado más de trece meses desde entonces, sabía que volvería, porque así era ella y su costumbre de alargar las cosas.
Ella lo dudaba ahora. No era extraño, porque había adquirido la maldita costumbre de dudar de todo cuanto se cruzaba en su camino. Le habían mentido tantas veces y tantas otras volverían a hacerlo que más le valía andarse con cuidado en esa “tierra de nadie” en que se había convertido su país, su estado, su pueblo querido del norte y del desierto. Tan pobre y tan alejado de dios; así lo veía desde la distancia, quizá porque ella misma se sentía así.
Le dolían los pies, igual que le dolía la desesperanza en el pecho por no saber la verdad sobre la muerte de Mariana. Tenía marcado en las plantas de sus pies mestizos cada kilómetro caminado desde la frontera; clavados en un ir y venir de desencanto los retazos de cielo que le habían caído de cuando en cuando durante el largo periplo en medio de la oscuridad.
Tenía marcadas también las palabras huecas que le daban como respuesta a sus demandas. Ella solo pedía justicia. Ellos solo le daban “largas”, mentiras, respuestas misóginas y amenazas veladas. Ansiaba no haber venido para no tener que encontrar las miradas ajenas hartas de falsa compasión, para no tener que oler la hipocresía que se percibía en el aire de una plaza de héroes de mentira. Quería irse de Chihuahua, y a veces quería irse del mundo porque la vida cargada de incertidumbre y rencor ya no era vida. Solo un escombro.
Antes tenía que encontrar al hombre que convirtió en añicos de muerte las esperanzas y los latidos del corazón de Mariana; el que le robó el futuro que cargaba en el bolsillo y que se divisaba en sus ojos cuando miraba a su hija.
No quería venganza, solo justicia, porque todas las noches la voz de Mariana le pedía que no la abandonara, porque allí donde estaba hacía frío y el viento del norte se estaba llevando su recuerdo.
Quería irse de chihuahua para volver a casa, a recordar y morir lo que le quedaba de una existencia rota.
“Vamos a casa”, le dijo Lucila esa noche. Pero ella no quiso irse; sabía que tenía que esperar en la plaza porque la muerte andaba rondando y ella tenía que verla. Estaba segura que la encontraría en esa calle, frente a ese edificio que por fuera se vestía de luces pero en el interior no albergaba nada más que oscuridad e indiferencia.
Lucila le dio un abrazo como quien sabe lo que significan las despedidas; se fue en silencio sintiendo una pesada y oscura sombra sobre su espalda.
Mariela miró los ojos de su verdugo a unos cuantos centímetros de los suyos; los encontró negros y vacíos. No escuchó las palabras ni los gritos, solo sintió el viento frío que la envolvió en un remolino sin salida. No pudo escapar. La bala perforó su cabeza y le arrancó la existencia.

Sally Ochoa* Sally Ochoa. Licenciada en Filosofía y maestra en Periodismo (Facultad de Filosofía y Letras de la UACH). Su carrera de periodista la inició como reportera de tv en el 2001, actualmente trabaja en El Diario de Chihuahua en investigaciones especiales. Ha publicado dos libros de cuentos y forma parte de varias antologías de poemas.

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