Tiempos de pandemia, de la sinrazón a la utopía

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En los últimos meses los titulares en periódicos, redes y portales de noticias han plasmado un aturdimiento que parece ser el sentir etéreo de un mundo globalizado que por vez primera observa el reflejo de su propia vulnerabilidad.

Alfredo García Galindo / 4 Vientos / Foto: RFI

Asistimos a un trance inédito por su carácter insospechado, sin embargo, se trata de una situación correspondiente con un modelo civilizatorio precario en el que los últimos treinta años son parte de esa mediana duración de varias décadas de decadencia y conflicto que podrían estar anunciando el tránsito hacia una nueva etapa.

En esta lectura, el periodo neoliberal, por más que sus oropeles expresen el aparente triunfo absoluto del capitalismo, es en realidad una fase que anuncia el inicio del fin expresado por un contraste cada vez mayor entre las promesas de felicidad para la humanidad que el propio capitalismo externa, y las tragedias cotidianas de las que el mundo está colmado. En otras palabras, el fin venturoso de la historia que Francis Fukuyama vaticinó con la caía del bloque comunista y con el triunfo aparente de la economía capitalista y de las formas políticas liberal-burguesas, terminó por ser ocupado por la distopía de un mundo fragmentado, alienado y presa de las contradicciones más extravagantes que se hayan visto en la historia de la humanidad.

Es este el contexto material en el que la pandemia se abre camino, no como una anomalía, sino como una consecuencia más de los defectos del mundo contemporáneo. Las vías rápidas por las que los viajantes y las mercancías fluyen en los intercambios cotidianos, son las mismas que el virus utilizó para distribuirse por el mundo entero en cosa de pocas semanas, provocando así las reacciones de los estados, evidenciando con ello la fragilidad de la economía global. No parecía haber alternativa: accionar por un momento el freno de la locomotora del progreso capitalista –alegoría pensada en su momento por Walter Benjamin­– para evitar una catástrofe aun mayor y para considerar la forma de reinventar el dominio.

La plaga podría implicar así el ensayo de un estado de excepción que apunta al mantenimiento del señorío absoluto (al que siempre los imperios han aspirado), para así fundarse una nueva normalidad en la que millones de personas, presionadas por el miedo, terminan por someterse aún más y en forma voluntaria. En últimos términos, y como indicaba Michel Foucault, son los cuerpos los que experimentan en lo real estas tensiones; en ese sentido, podemos hacer una síntesis con el análisis marxista: las iniquidades estructurales que la lente materialista nos explica, implican al final una gestión siniestra de la existencia física de los habitantes. La crisis de los sistemas sanitarios originada en las privatizaciones de los tiempos neoliberales, son el marco sistémico en el que ocurren hoy las trágicas escenas de enfermos muriendo en sus casas, cuerpos en las calles, pacientes con sus camas a la intemperie o médicos y enfermeras que trabajan estando ya contagiados.

Como puede verse, esa gestión del cuerpo expone el absurdo de la supuesta igualdad ante la ley; la precariedad económica de un sujeto-cuerpo implica una multiplicación de las modalidades de pena que tiene el riesgo de padecer, no obstante, para la política y sus sistemas de salud, es muy probable que esas mismas cuitas sean consideradas como situaciones indeseables pero asumibles. Si las muertes “son pocas” en comparación con las esperadas, se celebra el dato como si no hubiera familias que se encuentren padeciendo el duelo de haber perdido a sus seres amados.

Foto: OpenDemocracy

Es una manifestación más de esa biopolítica que disciplina a los sujetos y a sus cuerpos no solamente por los mecanismos formales de las instituciones del estado y de la sociedad, sino también por una normalidad contemporánea por la que se inscriben en dichos cuerpos los lineamientos de lo que debe hacer un ciudadano del mundo moderno para estar en conformidad con “la realidad”. No sólo son campañas de vacunación, salud sexual o de alimentación balanceada, sino también de acción frente al crimen, los desastres naturales y las epidemias, como parte de las nociones correspondientes con el modelo civilizatorio hoy dominante, pues al final, se trata de la pretensión de permanencia del mundo que dicho modelo ha delineado.

Quizás no hay problema en concertar que es preferible esta gestión de los cuerpos que la guerra o la violencia, sin embargo, es justo percibir que al final estamos hablando de un todo sistémico cuyas antinomias victimizan con sus consecuencias a gran parte de los individuos; dichas consecuencias –pobreza, desigualdad, debacle medioambiental, padecimientos mentales– son expuestas como originadas en la naturaleza humana y no en el mundo social, en “la realidad”, que ha creado el sistema capitalista. En un contexto semejante, los escenarios catastróficos mostrados por el avance de la pandemia expresan una tragedia que se suma a las que las masas populares sufren en lo cotidiano, e implican también, paradójicamente, que el dolor se haya ampliado hacia algunos sectores poblacionales convencionalmente “a salvo” de situaciones que son comunes para pueblos pobres como la carencia de recursos, los servicios médicos colmados, la incertidumbre laboral o la ineficiencia de las autoridades.

Frente a semejante horizonte colmado de nubarrones, las preguntas fundamentales son: ¿qué es lo que viene?, ¿qué podemos hacer?, ¿cómo volvemos a la normalidad cuando esa normalidad ha sido de suyo una tragedia permanente para cientos de millones de seres humanos?, ¿en qué reflexiones es prudente o útil involucrarnos?

En el camino hacia posibles certezas, algunas voces son indicativas de que el trance actual es visto como la coyuntura de un eventual cambio. De entre esas voces, dos de las más mediáticas y socorridas son la de Slavoj Zizek y la de Byung-Chul Han. Uno afirmando que se viene un comunismo reinventado, mientras que el otro señala que el capitalismo saldrá aún más fortalecido.

Quizá los acerca la convicción de que es necesaria una suerte de revolución del pensamiento, o como lo verbaliza el coreano-alemán: “Confiemos en que tras el virus venga una revolución humana. Somos NOSOTROS, PERSONAS dotadas de RAZÓN, quienes tenemos que repensar y restringir radicalmente el capitalismo destructivo, y también nuestra ilimitada y destructiva movilidad, para salvarnos a nosotros, para salvar el clima y nuestro bello planeta”. Chul Han expresa también que esta pandemia no hará crecer la solidaridad entre los pueblos dado que ésta es en estos momentos un “instinto de supervivencia” que como tal es racional y egoísta.

Lo que Byung Chul Han expone (y también Zizek a su modo) es esa proclividad de los pensadores occidental-urbanos a dirigir su atención solo a lo que ocurre en las metrópolis globales; a extrapolar su imaginario de gran campus universitario para dictar sentencias absolutas, como si las realidades alternas encarnadas por colectivos humanos como los que integran los pueblos originarios de muchos rincones del orbe, no estuvieran expresando precisamente eso por lo que Chul Han suspira. Sin menospreciar la perspicacia de estos pensadores, digamos que es justo mirar hacia otredades que parecen contener en su cosmovisión algunos mundos posibles y realidades que permanecen a pesar de las avanzadas colonialistas de todas las épocas.

Byung-Chul Han (Foto: El Periódico)

Asistimos así a la coexistencia de narrativas contrapuestas: por una parte la de un orden global que ha aspirado siempre a la totalidad a través de su arma primordial que es el capitalismo de mercancías, y por otra, a la de una diversidad de alteridades que pugnan por formas de existencia de otra naturaleza. Resistencias de múltiples colores, a menudo agazapadas justamente entre esos mismos sectores humanos lanzados al olvido de la historia, como de nuevo lo pensaría Walter Benjamin.

Aun cuando en efecto, el eventual “rescate” de la “normalidad” implicara un renovado ímpetu de las fuerzas del capital por recuperar lo perdido, otros mundos posibles seguirán emergiendo ante una realidad económica acostumbrada a expulsar a demasiados seres humanos del seno de su benevolencia. Lo que en todo caso es bastante cierto, es que los valores necesarios para salir de esta crisis son justamente los que la globalidad industrialista de los últimos dos siglos se ha empeñado en corroer en aras de un individualismo a ultranza que ha sido entendido en forma abstracta como sinónimo de la libertad. Habrá que decirlo: los principios y los valores que dibujan la esperanza por un futuro menos sombrío, son aquellos que la globalidad capitalista más ha procurado demoler.

Habría que apelar entonces a la sabiduría y a la experiencia organizativa de muchos pueblos y culturas; buscar la producción de comunidad para lograr que las comunidades humanas ganen en autosuficiencia y en el tejido de redes de confianza y apoyo, hoy menospreciadas por la subjetividad moderna para la cual la única mediación posible entre los sujetos es el mercado.

Las posibilidades (y conveniencias) se abren hacia el reconocimiento del vínculo holístico del ser humano con el planeta; hablamos de la recuperación de una vida frugal, austera (que no pobre) y en concordancia con formas practicadas por pueblos tradicionales, debiendo estar las sociedades humanas al mismo tiempo abiertas a aquellos elementos de la técnica y de las tecnologías existentes, siempre y cuando estas mismas sean puestas en el camino de la superación del trabajo alienado (diría Marx) y no en el de la concentración de la ganancia.

Se ve que esa lectura empata con la pretensión de un retorno a la esencia comunitaria de la cotidianidad, al desarrollo de una subjetividad dotada de un sentido utópico que reivindique al humanismo, considerando que las prácticas humanas y sociales que pueden servir de ejemplo ya existen; no únicamente en las cosmovisiones y formas de existencia de los pueblos originarios, sino también en infinidad de proyectos e iniciativas que nacieron y funcionan en el seno mismo de nuestras poblaciones urbanas y occidentalizadas.

Los esquemas de posibilidad para ello se encuentran en aspectos como el creciente reconocimiento de la naturaleza predatoria del capitalismo por parte de muchos grupos poblacionales; es el caso de una buena parte de los universitarios de las clases medias, los cuales comienzan a percibir el contraste de su suerte en comparación con el horizonte de posibilidades que tenían frente a sí los jóvenes de los años 50 o 60.

Imagen: Semanario Opciones

Esto permite inferir que en ciertos estratos o grupos comienza a aparecer una cierta proclividad a notar los efectos y consecuencias adversas del modelo económico imperante, lo que habla de la formación incipiente de un campo de subjetividades con el que se puede visibilizar con mayor claridad las formas contradictorias del ser moderno.

En suma, hablamos entonces de que la utopía (que sería un motivo para caminar, según Fernando Birri), anuncia una metamorfosis en marcha: el momento de que esas determinaciones del sistema (liberal-burgués, capitalista, patriarcal, heteronormativo, antropocéntrico y occidental) sean cada vez más cuestionadas y retadas.

Que sea rechazada esa retórica hiperindividualista que explica que este mundo se encuentre bajo el control cuasisoberano de un puñado de corporaciones y de gobiernos. Que las enormes contradicciones de este mundo sean motivo para la reflexión encaminada hacia el futuro y que se planten como laboratorios para imaginar una realidad distinta en la que el cuidado de los otros y la cooperación sean algunas de las nuevas virtudes dominantes.

Que el virus implique entonces el nacimiento de una marea multiforme de subjetividades humanas que, inspiradas en las luchas y las resistencias hasta hoy vivas, abran paso a un mundo distinto, no sólo por ser deseable sino porque lo contrario implicaría claudicar frente a lo ética y planetariamente inaceptable.


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