¿Qué prefieres güerita, durar o vivir?

Comparte en redes sociales

Joaquín Bohigas Bosch/4Vientos

Para dificultar la fuga de internos problemáticos, las puertas se abren digitando un código de cuatro números. Para simplificarle la vida a trabajadores y visitantes, usan el mismo en todas las puertas: 2-0-1-2. Como la edad promedio de los internos supera los 80 años, la mayoría de ellos es incapaz de recordar esta cifra. No hay uno que no padezca algún tipo de demencia senil y tenga la fuerza y habilidad física necesaria para llegar a la caja de control que abre la puerta que los mantiene apartados del mundo. Pero la voluntad libertaria no está totalmente apagada y no falta quien pida ayuda para franquear su encierro y, como olvidó su bolsa o cartera en la habitación, dinero para subirse al taxi que lo llevará a su hogar imaginario, versión idealizada del que con gran pena tuvo que dejar desde hace no sabe cuanto tiempo, saliendo con un par de maletas en las que cuidadosamente guardó los objetos más amados por su ajada memoria.

Siendo este asilo una institución pública del primer mundo, cuenta con buena atención, es amplio y limpio, bien equipado y generosamente iluminado. Pero tiene el inconfundible aroma de la vejez, de piel cascada, aliento enfermo y pañales rancios.

Old Age

El comedor es el templo de esta longeva comunidad. Durante el día, se llena con treinta o cuarenta ancianas y ancianos casi inmóviles. Casi siempre ocupan el mismo lugar, como las figuras de un museo de cera. La mayor parte del tiempo, duermen plácidamente en una voluminosa silla de ruedas que acoge sus menudos, frágiles, casi translúcidos cuerpos. Para estimularlos y avivar la pálida llama que persiste en su entendimiento, ocasionalmente los distraen con un juego.

Pero su principal actividad física y mental es comer, el último voluptuoso placer que les queda. Sus ágapes son desesperantemente lentos. Toda acción es precedida por parsimoniosos cálculos mentales, incluyendo una recelosa evaluación del alimento que les han servido y una larga y desconfiada mirada al cubierto que tendrán que usar. Sus vacilantes movimientos, frecuentemente terminan con la comida sobre la mesa o en un babero. Mientras comen, una concienzuda enfermera les suministra un arsenal de medicamentos. Luego de comer, saciadas y exhaustas (ellas son la gran mayoría), se acurrucan y duermen, al lado de la mesa esperando el siguiente refrigerio o junto a su cama si ha llegado la noche.

Hay ratos en que la hija u otro familiar la liberan de esta triste monotonía. Le hablan, la acarician, escuchan pacientemente sus incoherentes relatos, le devuelven el brillo a sus ojos, le hacen el amor, le dan sentido a su precaria vida. Pero la visita dura poco y ocurre pocas veces. La hija vive lejos. El resto del la familia tiene el ánimo exhausto y otras obligaciones. La soledad es la norma.

SenecaNo es fácil la vejez. No lo es para la familia. Mucho menos para el que la padece. Y tiene costos sociales y económicos. Pero, hasta hace un siglo, todos sabían a que atenerse, porque estaba claramente establecida la relación entre ancianos, familias y sociedad. En primer lugar, había sido casi constante la cantidad de viejos con respecto a la población total: cerca del 7% de la población tenía más de 60 años durante el Imperio Romano, lo mismo que en Gran Bretaña en 1900. Había pocos octogenarios y casi ninguno que, como Séneca el Viejo, llegara a 93 años. Mucho más que ahora, muchos viejos eran personas ricas y, a diferencia de ahora, más ilustrados que el promedio. De ahí que la vejez se asociara a la sabiduría – Platón murió a los 76 años, Darwin a los 73 – y al poder (el Senado era el consejo de ancianos). La familia patriarcal fue la base económica de estas sociedades y, como tal, se daba por sentado que debía atender a sus ancianos. Los cuidados médicos eran deplorables, pero la transición a la muerte era menos dilatada, solitaria, triste y monótona.

La inestabilidad económica, social y personal es inherente al capitalismo, por lo que, a diferencia de antaño, hoy no sabemos a que atenernos. Gracias a enormes avances en las ciencias médicas y a la universalización de los servicios de salud, 22.7% y 2.3% de los británicos son mayores de 60 y 85 años, tres y quince veces más que en 1901. Hay diferencias importantes entre países, pero todos envejecen. Según las Naciones Unidas, el porcentaje de personas mayores de 60 se duplicará en 2050, cuando habrá 3.2 millones de centenarios (¿algún lector?), diez veces más que ahora.

La vejez se ha democratizado, ya no es solo cosa de ricos. En consecuencia, ya no se le asocia al poder. Y tampoco a la sabiduría, porque los ancianos difícilmente pueden darle seguimiento al enorme volumen de información que llega de todo el mundo, a los nuevos conocimientos y tecnologías que diariamente se generan y a los continuos cambios sociales que todo ello produce.

Como ya no es la base de la economía, la familia se ha reducido y dispersado y le cuesta mucho cuidar a sus viejos, física y afectivamente. En los países mas prósperos la sociedad ha obligado al Estado a cuidarlos, implementando la jubilación y varias formas de asistencia social, como los asilos para ancianos. Pero el costo es alto y va en ascenso. Los amos del planeta empiezan a gruñir. El ministro de finanzas de Japón, un angelical chamaco de 72 años, acaba de pedirle a los ancianos “que se den prisa y se mueran”.

¿Como van a ser nuestros últimos días? Si todo sigue igual, si la muerte sigue aterrando y la medicina haciendo milagros, muchos soportarán una larga vejez en un asilo o en un rincón del hogar de una hija fiel, pero angustiada y casi siempre ausente. Sin poder sobre su existencia, sin comprender el cambiante mundo, alimentados y oxigenados con sondas, drogados, aburridos, solos, tristes, a la espera del postrero tic. Y estos son los más afortunados.

Como le dijeron a una amiga, como le digo a mi compañera de viaje y probable centenaria, ¿qué prefieres güerita, durar o vivir?

“Abandono y olvido”. Foto tomada por Walter Enrique Amaya Álvarez, Cajamarca, Perú.

“Abandono y olvido”. Foto tomada por Walter Enrique Amaya Álvarez, Cajamarca, Perú.


Comparte en redes sociales

Deja un comentario

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *