La putrefacción de la palabra
Decía el poeta Bukowski: “La escritura es fácil, vivir, es en ocasiones lo difícil.” Y esto vale, creo, para todo tipo de escritura, sea periodística o de ficción, pese a que buena parte del periodismo que se hace en el país sea pura ficción (aunque ésta, bien remunerada). La putrefacción de la palabra inicia en cuanto la mentira (que no es ficción) se vuelve la única estrategia válida para argumentar, o mejor dicho, para justificar la aplicación de la ley sobre la mayoría de los mexicanos, mientras simultáneamente los grandes delincuentes ocultan sus millones de dólares en Panamá y se mueven en la más absoluta libertad, pues pareciera que la libertad sólo corresponde a ellos en la misma proporción en que los castigos “legales” son para el ciudadano común y corriente, es decir todos aquellos que no pueden guardar millones de dólares en el extranjero.
Ignacio Betancourt* / Reficciones / A los Cuatro Vientos
Cuando para todo tipo de funcionarios y políticos la mentira es la única argumentación válida, tal concepto pierde toda connotación de acto individual pues se vuelve política de Estado, esto es, los “mejores” son quienes más mienten, no quienes mejor contribuyen a un mejor país para la mayoría. Por lo anterior se puede afirmar que eso que ingenuamente llamamos realidad es una construcción elaborada desde las instancias en donde lo “verdadero” lo determinan los intereses de quienes más aparecen en los televisores, realismo de pantalla de plasma, control virtual destinado al más estrepitoso fracaso para todos (no sólo para quienes mienten porque son incapaces de cualquier otra actividad).
De pronto el ciudadano se ve empujado a descubrir lo que hay atrás del acontecimiento y entonces descubre que cualquier esfuerzo por cambiar lo que sea (es la única ventaja de que todo esté del carajo) se vuelve una necesidad de vida o muerte pues la aceptación acrítica de las “verdades” construidas para los aplastados por las “urgencias” del país tendrán que ser desmontadas palabra por palabra para encontrar más que su sentido su finalidad. El cura miente en nombre de Dios, el político miente en nombre de su Partido, el burócrata en nombre de su inmediato superior, y así hasta el infinito pues de lo que se trata no es de comprender o descifrar, simplemente se trata de imponer, con base en la mentira, una “verdad” que habrá que defender con todo el peso de la Ley. Inevitablemente la mentira conduce a la hipocresía, concepto que también ha dejado de ser una actitud individual por considerarse de interés público; el hipócrita no es más un individuo, ahora es una representación simbólica pues cuando no se resuelven los grandes problemas aparentar es una necesidad para que el Estado sobreviva; basta con echar una mirada sobre la reciente preocupación nacional respecto a lo que la multitud grita en los estadios de futbol. Como no resuelve problemas tan graves como impunidad y corrupción, las disposiciones creadas por el poder político para imponer su moralismo resultan cada vez más caricaturescas (los más inmorales decidiendo sobre la moralidad de las masas enajenadas); un ejemplo iluminador de tales paradojas resulta inevitablemente el caso de la expresión ¡puto! gritada a todo pulmón contra el portero del equipo visitante. Roba, mata, destruye, pero no grites ¡puto! en coro multitudinario ¿pues que van a decir de los “mexicanos” en el extranjero? Lo que nunca entenderán los moralinos es que si la gente agrede verbalmente lo hace por causas desconocidas para los censores ¿se habrán preguntado alguna vez sobre las relaciones de causa y efecto? ¿Y si el grito sólo fuese un pretexto para no obedecer?
Ahora paso a las aparentemente insignificantes acciones autoritarias y mentirosas con que la Secretaría de cultura (y prácticamente todas las instancias gubernamentales) pretende justificar su despotismo y sus ineptitudes. La acción de reclamar (y ahí radica su importancia) desaparece de inmediato lo insignificante pues tanto peca el que mata la vaca, como el que le detiene la pata. Veamos el caso emblemático de cada semana: la relación depredadora contra la ciudadanía, expresada en el binomio Secretario de cultura (Armando Herrera) y el provocador encargado de violentar toda normatividad en el Centro Cultural Mariano Jiménez (Alfredo Narváez Ochoa); la engañifa es simple: para poder sonreír amablemente con los afectados, yo Secretario envío al golpeador que me indican los “de arriba” (así aluden a quienes dictan órdenes a los supuestos “jefes”) para que haga sentir a una ciudadanía indignada y harta de ser vulnerada, quien es el que verdaderamente manda. Alfredo Narváez Ochoa (a quien se le paga con nuestros impuestos) luego de haber descolgado de una de las salas del Mariano Jiménez una exposición, sin avisar a nadie (salvo a la policía que la Secult admite en lo que considera sus propiedades particulares) ha vuelto a las andadas y con la complicidad de quien lo nombró “encargado” vuelve a ignorar la programación de la Comisión Mixta que decide sobre el funcionamiento del Centro e impone otra exposición para este mes de abril sólo en función de su vocación de hacendado porfiriano (el energúmeno se equivocó de siglo). El “encargado” hace y deshace con el permiso del secretario de Cultura, quien aparentando fortaleza sólo exhibe sus vulnerabilidades como funcionario. Por lo pronto, el Colectivo de Colectivos que impidió la desaparición del Centro y se ganó a pulso (desde hace más de dos años) decidir en común acuerdo con la Secult “la programación y el funcionamiento” de dicho lugar, ha puesto una queja contra los dos ineptos y autoritarios personajes en la Comisión Estatal de Derechos Humanos. Atención a la chispa, cuidado con la gota, lo insignificante no existe.
Tomado del Romancero de la guerra de Independencia publicado en 1910 (durante la celebración del Centenario), va el romance titulado “Atotonilco” (el santuario de donde Hidalgo obtuvo el estandarte de la virgen de Guadalupe) escrito por un poeta de nombre Rodolfo Talavera:
La muchedumbre insurgente/ alegre va caminando,/ y al llegar a Atotonilco/ Allende les marca el alto./El cura entonces murmura,/ pensativo y cabizbajo:/ “Ante la fuerza, el valor,/ la religión al engaño”;/ y mira la muchedumbre/ que se adelanta el anciano/ y que sus dos compañeros/ penetran en el Santuario./ Quedan todos en silencio;/ más después de breve rato,/ majestuoso ante la turba/ aparece el cura Hidalgo,/ y a la sorprendida gente/ dice, al presentar el cuadro/ de la virgen Guadalupe/ en una lanza clavado;/ “Hijos, los que habéis ya roto/ las cadenas del esclavo,/ esta nuestra enseña sea,/ nuestro estandarte sagrado,/ y de victoria en victoria/ llevadlo, siempre llevadlo,/ luchamos por la justicia/ y de Dios bajo el amparo,/ ¿Y quién a Dios y a lo justo/ puede oponerse insensato?/ El derecho es nuestra causa,/ nuestro valor es sobrado,/ y el derecho y el valor/ siempre el triunfo conquistaron…/ En nombre del Ser Supremo,/ yo os bendigo, mexicanos.”/ Gritos mil en ese instante/ interrumpen al anciano,/ y se conmueven los pechos/ y a todos embarga el llanto,/ y en medio de la algazara/ se va la turba gritando:/ “¡Que viva la Independencia,/ y que mueran los tiranos!”/ Y siguen por su camino/ llenos de fe y entusiasmo.