La persecución

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Cuando iba al trabajo. Cuando iba de compra. Cuando iba a divertirse con sus amigos. Cuando salía de viaje. Siempre lo seguía un hombre vestido de negro.

Rudy Valdez/ El Cuento

Se compró varias pelucas. Se hizo una cirugía facial. Salió disfrazado de vieja. Se disfrazó de monja. Se compró un bastón y unas gafas obscuras y salió disfrazado de mendigo. Y siempre lo seguía aquel hombre vestido de negro.

Dejó el empleo. Habló a sus amigos con amargura de la vida que llevaba: sin empleo, sin dinero y un hombre persiguiéndole siempre quién sabe con qué malvados fines. Hastiado por la tenaz persecución de que era objeto, puso en práctica la última idea de evasión que se le ocurría.

Dos hombres bajaron del carro fúnebre el pesado sarcófago. Lo depositaron en una profunda fosa. La llenaron de tierra. La encementaron. Y, en la lápida, uno de ellos solo escribió: E. P. D. De esa manera cumplieron con la tarea que él les había encomendado. Les había dicho que, en la lápida, no pusieran su nombre, porque si ponían Juan Mondragón el hombre de negro se enteraría de su treta y, de seguro, lo seguiría persiguiendo sin escatimar esfuerzo alguno.

Con agudos silbatos el tren comenzó a deslizarse con suavidad sobre los rieles. Entre los pasajeros iba aquel hombre vestido de negro. Miraba a lo lejos como escudriñando el horizonte. Recién había sido despedido de su trabajo de investigación especial por perder el rastro del hombre que el Gobierno presumía podría ser el único heredero del multimillonario Juan Palomares Monagón, que había fallecido sin testar.

 


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