LA FRAGUA DE LOS TIEMPOS: POSICIÓN DEL PRESIDENTE JUÁREZ ANTE LOS ESTADOS UNIDOS
El domingo 21 de abril de 1889 murió a los 66 años, en Nueva York, el ex presidente de México Sebastián Lerdo de Tejada, después de permanecer exiliado durante 12 años en los Estados Unidos. Al día siguiente, en un acto de la más refinada hipocresía política, el dictador Porfirio Díaz, el mismo que lo había obligado a salir violentamente del país, emitió la orden de que se preparara el cuerpo para ser trasladado a la ciudad de México.
Jesús Vargas Valdés*/ A los 4 Vientos
Meses después, a finales de 1889, empezaron a publicarse por entregas las Memorias de Sebastián Lerdo de Tejada en el periódico El Mundo, de Laredo, Texas, circulando profusamente en el norte de México, donde el director de ese periódico, Ignacio Martínez, tenía una extensa red de contactos desde Nuevo Laredo hasta Nogales, Sonora.
Al año siguiente en la tipografía del mismo periódico El Mundo, se publicaron las memorias en forma de libro y casi al mismo tiempo El Hijo del Ahuizote, periódico de los liberales mexicanos empezó a publicar algunos fragmentos en los que se exhibía al dictador y sus secuaces.
Porfirio Díaz giró instrucciones de inmediato para evitar que las memorias circularan en el país y una de las primeras acciones se dirigió contra el responsable de la publicación, el general Ignacio Martínez, quien fue asesinado pocos días después de que el libro se había terminado. Después de este asesinato se desató un movimiento revolucionario encabezado por Catarino Garza, en el estado de Nuevo León, extendiéndose hasta Nogales.
Durante algunos años se sostuvo la duda en torno a las memorias, pues no había ninguna prueba de que las hubiera escrito el ex presidente Lerdo. Fue hasta el año de 1912 cuando apareció Adolfo Rogaciano Carrillo, quien se presentó ante el gobierno de Francisco I. Madero reclamando la autoría de dichas memorias; él mismo se encargó de explicar que había sido amigo de Lerdo, y que durante el año de 1886 había escrito lo que éste le fue contando de su participación en la vida política de México: su estrecha relación con el presidente Juárez, los momentos más difíciles de la República, durante los años de la intervención y las contradicciones con Porfirio Díaz en 1871 después de que el presidente Juárez anunciara su reelección.
La intención de Rogaciano Carrillo era que el gobierno mexicano le reconociera su autoría y que le ayudara otorgándole un empleo en Estados Unidos, sin embargo, esto no fue posible por las condiciones que vivió el país en los años siguientes; finalmente Rogaciano murió en Estados Unidos en 1926.
Hace tiempo conseguí un ejemplar que se publicó en la Imprenta Popular de la ciudad de México, no tiene la fecha de edición, pero es muy probable que se haya publicado poco tiempo después de la Revolución.
Cuando estuve leyendo las Memorias me encontré en la página 31, bajo el título Un estéril heroísmo, el relato de una conversación entre Lerdo de Tejada y el presidente Juárez durante los días de 1865 en que se encontraban en Paso del Norte. En ese momento el presidente Juárez se explayó con Lerdo de Tejada exponiéndole más en detalle cuál era su posición respecto al gobierno de los Estados Unidos. Lo transcribo ahora, en los momentos en que los mexicanos necesitamos claridad frente a las amenazas de Trump.

Benito Juárez y Sebastián Lerdo de Tejada, expresidentes de México
A continuación, el texto histórico:
Estéril heroísmo. El presidente Juárez y los Estados Unidos
En el estío de 1865, el señor Juárez y yo acostumbrábamos pasear, en las ardientes horas de medio día, a la orilla del río, bajo un cortinaje de ramas de sáuz que debe existir todavía hoy. Allí, ¡cuántas confidencias jamás reveladas, qué de esperanzas para siempre frustradas, qué de ilusiones nunca realizadas!
El señor Juárez raras veces se sentaba: en el campo ó en su habitación, andaba lentamente, con las dos manos metidas en los bolsillos y la barba inclinada sobre el pecho. Sentado yo en un tronco de árbol, don Benito pasaba y reparaba frente a mí, conversando lentamente y consultando con frecuencia el reloj, como temeroso de que el tiempo pasara breve o se alejara lento.
—¡Ah! (me decía), señor Lerdo, mucho temo que nuestros sacrificios queden perfectamente estériles. ¿Sembraremos el grano en la roca viva? No es que tema del fin de esta lucha, que es lucha en que venceremos á la postre; mis temores radican en otro punto… (y al pronunciar estas palabras fijaba ansiosamente la pupila en los Estados Unidos)…
—El pueblo anglosajón –voilá l’ennemil y continuaba quebrando una rama de madera muerta.
Según las nuevas que tenemos de Washington, la evacuación de las tropas francesas del territorio de México, es cuestión de poco tiempo. Maximiliano con los mercenarios de la Legión extranjera y los traidores, es imposible que se sostenga tres años más. Y se sostendrían menos, si en el norte contáramos con jefes menos torpes y correlones como Treviño y Naranjo. Luego, más ó menos tarde, el triunfo de la república será infalible. Pero, ¿y después?…
—Después, le respondía yo, lo más probable es una revolución acaudillada por algún ambicioso…
—No temo una revuelta: seré inflexible para aquel que trastorne el orden público… no, no es eso lo que debemos temer. Pongámonos en el punto lógico: la intervención francesa, prescindiendo de la forma invasora que ella entraña, es en su esencia una fuerza latina. Suprimid el principio imperial y dejad solamente el principio de raza: queda entonces el francés, el europeo, el latino, enemigo natural de nuestros enemigos naturales los sajones… en consecuencia, nuestros aliados. Porque dígase lo que se quiera, señor Lerdo, ¿no ha observado usted desde que estamos aquí, con qué especie de desdeñosa altanería nos tienden la mano estos señores americanos? Estoy seguro que muchos vienen á verme como un animal raro… Yo les odio como enemigos y simplemente les tiendo la mano por una razón de Estado. ¿Recuerda usted aquella carta de Lincoln que leímos juntos? “México –decía– tiene derecho á la protección de los Estados Unidos.” Así hablaban los conquistadores romanos á sus vasallos tributarios. Temo más á uno de nuestros vecinos con el sombrero en la mano, que á un batallón de zuavos á paso de carga…
—Pero –objetaba yo– La Doctrina Monroe, abarcando todo el Continente Americano, no debilita su acción?
—No, la Doctrina Monroe, más que protege, amenaza exclusivamente á México y Cuba. En una carta que el presidente Jefferson dirigió en 1808 al gobernador de la Luisiana, decíale: “Por ahora es conveniente que México y Cuba permanezcan dependientes de España; más tarde será conveniente fomentar su Independiente, para que al fin vengan á formar parte integrante de los Estados Unidos.”
“En diciembre de 1823, el presidente Monroe, en el mensaje al Congreso, dice que no permitirá que ningún poder extraño se implante en América. ¿No es ésta una violación de la soberanía de los demás Estados Americanos? La única solución de ese problema estriba simplemente en una gravitación que equilibró las fuerzas de los Estados Unidos. ¿La Francia tiene suficiente vitalidad para contrarrestar la fuerza bruta de los Estados Unidos? Es evidente que sí: Vitalidad intelectual y física. ¡Ah!, ¡si pudiéramos transformar esa invasión en emigración!”
En estas y otras conversaciones pasábamos las horas de siesta; cuando el sol se ponía y el grillo canturriaba bajo la espesa yerba, tornábamos silenciosamente hacia el alojamiento, donde nos esperaba las más veces la noticia de una defección ó de una derrota…”
Nota de Editor: Este artículo es publicado originalmente en El Heraldo de Chihuahua, en la página: La Fragua de los Tiempos, publicación dominical del historiador Jesús Vargas Valdés.
* Jesús Vargas. Historiador chihuahuense especializado en el surgimiento y desarrollo de la Revolución Mexicana en el norte del país, autor de varios títulos sobre el tema, estudió en la Escuela de Ciencias Biológicas del Instituto Politecnico Nacional (IPN,) y participó activamente en el movimiento estudiantil.