La celebración de los cumpleaños: alegría de la finitud
Cuando se cumplen 365 días más de nuestro nacimiento nos dedicamos a celebrar. Nos resulta inconcebible no festejar el día que nacimos. Esta intención también se da cada que se cumplen 365 días de un evento, como una relación de pareja, el tiempo que tenemos en un empleo o cualquier otra cosa que nos parezca relevante.
para Andrea
José Alfonso Jiménez Moreno / A los 4 Vientos
Si bien este comportamiento o intención la realizamos de manera generalizada, me centraré particularmente en los cumpleaños. Festejamos con comida, cantos y relajo el hecho de cumplir un año más de vida, un año más de compartir la existencia, de convivir juntos, de buscar sueños, de cumplir algunos otros.
En nuestro cumpleaños recapitulamos lo que nos sucedió en los últimos 365 días, recordamos cómo celebrábamos el año previo, lo que sucedió en estos días, y por supuesto, lo que está por venir. Incluso, a veces nos damos la oportunidad de soplarle a una velita de pastel y pedir un deseo para el año de vida por venir, como recordándole al destino que seguimos en pie, con sueños, con cosas por cumplir, con elementos por compartir, con intención de crecer y experimentar la vida. Ese soplido es, tal cual, una intención de soplo de vida.
Claro, también hay casos en los cuales una persona se deprime o da una connotación negativa al asunto de cumplir años: señal de que se está haciendo vieja o de que no ha cumplido lo que se proponía. Pero aún en estos casos, existe un simbolismo asociado con la necesidad de celebración: esos 365 días nos representan algo relevante en la vida (en la mayoría de los casos positivo).
¿Por qué le otorgamos ese simbolismo al hecho de cumplir años? ¿Por qué es importante celebrar o simbolizar la relevancia de seguir vivos mientras nuestro planeta da un giro alrededor del sol? Podemos pensar en varias ideas, pero creo que encontramos una posible explicación en Heidegger. Este filósofo nos hablaba del “ser-ahí”, es decir, de un ente racional cuya misión es conformar su propia vida debido a que se sabe finito.
Bajo la mirada existencialista, como la de Heidegger, en algún momento de nuestras vidas las personas nos damos cuenta que existimos, es decir, que sabemos que debemos conformar nuestra vida; o sea, que nacemos sin una identidad y nos corresponde definirnos. Esta búsqueda de definición personal, de existir, es inacabable; y nos parece que cada que se cumplen 365 días del día en que llegamos al mundo es un momento de reflexión acerca del hecho de que seguimos existiendo.
En la reflexión que los cumpleaños generan y en las ganas de hacer fiesta celebramos la alegría de seguirnos definiendo a nosotros mismos, de sabernos aún inacabados. Vemos hacia el frente como una posibilidad de seguir existiendo. Sin embargo, los aniversarios adquieren sentido gracias a la conciencia que tenemos de nuestra finitud.
La finitud, expresada en el “ser-para la muerte” de Heidegger, implica que reconocemos que estamos inacabados y que tenemos un límite para seguir definiendo nuestra existencia. Esos 365 días transcurridos fueron un soplo de vida y existencia, sin embargo, los reconocemos porque sabemos que no estamos experimentado un año más de vida, sino un año menos de vida (o, lo que es lo mismo, un año más acercándonos a nuestra muerte).
Ese año más de vida, que en realidad es algo que ya sucedió, lo vemos como posibilidad de vida y no como limitación de nuestra existencia debido a que sabemos que se ha reducido el tiempo con el que contamos para definirnos a nosotros mismos. Pedimos deseo a la velita para resaltar que somos finitos, que la muerte por venir más adelante es la expresión misma de la vida. Damos un soplo de vida y de deseos, deseos de existir, de seguir definiéndonos porque el tiempo se acaba.
Ser conscientes de nuestra finitud nos ofrece la posibilidad de reconocer la necesidad de celebrar nuestros aniversarios. La finitud y la muerte no amenazan nuestra vida, sino que la potencializan. Esto es, sin duda, motivo de alegría y celebración.
José Alfonso Jiménez Moreno es un mexicano –entre chilango y ensenadanse– interesado en estudiar todo aquello que ayude a conocer lo humano.