Job
Sin el esperanzador vuelo de una nube, la tierra abría su vientre nostálgico de mujer abandonada para tragarse al sol que llovía fuego desde un lustro atrás. El hombre jaló al niño miseria arriba, las sombras desiguales serpentearon entre abrojos y piedras, entre excrecencias y animales muertos. La sombra grande siempre adelante y la sombra pequeña atrás, jalada por una soga para atar puercos.
Enrique Lomas Uristat/ A los 4 Vientos
Dejaron atrás, hecho de tablas y de silencios, el ranchito infestado de muerte. Treparon la sierra reseca hacia los desfiladeros, hacia donde se despeña la tarde con la terca esperanza de no volver jamás.
El niño tropezó un par de veces y al encontrase con la tierra probó unos granos de arena picante, pero sin llorar se incorporó para acariciar con los pies desnudos el cráneo de una vaca.
Nervioso, el hombre tiró del cordón y derribó al pequeño, quien se quejó cuando el cordón sudó sangre.
El calor derretía los pinos escasos que se erguían con cansado orgullo sobre la catástrofe. Los pies del indio Job desmoronaban la tierra inútil y su hijo Jesús sembraba surcos de sangre sobre sus pasos diminutos.
Job se detuvo un momento y tras de sí vio la obra de la desgracia y cinco siglos de dolor derramados sobre lo que quedaba del mundo. Sus ojos no pudieron llover ni una lágrima más y su rostro de piedra, de tan reseco, se tornó más inconmovible.
Alguien marcó su destino escupiendo desde la pila bautismal su nombre: Job, y desde entonces cayeron sobre él y su pueblo todas las calamidades. Manos blancas y enlodadas con sangre derribaron su paraíso, extendiendo el reino de Satán sobre pinos y rocas, envileciendo manantiales y cascadas.
Alguien se llevó el cielo y en un hueco dejó nubarrones de horror y fuego. Alguien se llevó a Dios y en su lugar quedó el cacique, el vendepatrias, el padrote de la agonía, el agiotista del daño.
En la piel del indio Job florecen alegres llagas y su escozor cosecha pestilentes purulencias. El dolor enriquece el rencor, pero en el mundo no hay maldición posible para aplacar al demonio de la desesperanza.
Job continuó su carrera hacia la nada, hacia el abismo que sobre su propio pecho había zurcido el dolor. Jaló al niño hasta derribarlo cien veces, hasta que la soga y la sangre del cuello de Jesús fueron una misma cosa roja, gelatinosa y fría. Jaló a su hijo Jesús hasta la cima de ese infierno y sin mirar a Dios lo lanzó al vacío, hacia donde el grito del niño no llegó al fondo.
Cuesta abajo corrió el indio Job, y vivió todavía 140 años más de dolor y sequía y vio la agonía de su pueblo hasta la cuarta generación.