“Esperanza”
Cuando nació la llamaron Esperanza, porque fue la última de una familia “de antes” y ya no había Milagros, Remedios, Josefa, Crisanta, Petra o Guadalupe que ponerle, ni siquiera Soledad, que hubiera sido el más indicado para ella. Se llamó Esperanza, por capricho del padre que no aceptó llamarla Julia, como la abuela, porque era bruja –aseguraba-, y aunque no podía decirse su favorita, tampoco ansiaba empujarla al mal, porque “no era de hombres echarlas a perder, pero tampoco allanarles el camino”.
Sally Ochoa/ A los Cuatro Vientos
No hubo discusión, más por falta de ganas que de razones y la recién nacida enfrentó al mundo con su nombre a cuestas, y se aferró a él porque fue lo único que tuvo a partir de entonces: Esperanza.
En la primera infancia su ambición se limitaba a un caramelo, no de diario, solo de vez en cuando, pero este no llegaba mientras la sombra de su padre estuviera cerca, porque “era un derroche inútil consentir a una mujer que no servía para maldita la cosa”, decía.
Ella esperaba. Esperaba con ansía mientras pasaban las noches y los atardeceres y llegaba el día en que los brazos de obelisco rosado de la abuela la envolvían y con palabras perfumadas de sabiduría de vieja le hacía sentir que más allá de la cerca de alambre había un mundo distinto, rebosante de vida, al que tenía derecho y por el que debía luchar. Entonces, solo entonces Esperanza hacía honor a su nombre y esperaba algo de la vida.
Pero un día la abuela enfermó de muerte y antes de que el aliento le fuera arrancado de tajo por el fantasma de la tuberculosis, alcanzó a decir sus últimas palabras que se grabaron con fuego en la memoria de la nieta: “Huye de este pueblo –le dijo-, constrúyete un destino distinto”.
Esperanza lo entendió. Así lo hizo, como lo prometió en el lecho de la muerta, se fue doce años después de la mano de un marido, porque fue la única forma que encontró de escapar de aquella prisión sin rejas en la que vivía, de los malos tratos y los desprecios, de la carencia de afectos de una familia que no sentía suya desde que la desilusión y la amargura le robaron también a su madre.
El matrimonio la liberó de alguna forma pero el cambio de aires y la distancia no fueron lo que ella esperaba; la historia de su madre empezó a repetirse peligrosamente: trabajo en casa y fuera de ella, marido que atender, suegra que odiar y ocho embarazos consecutivos que le destrozaron la matriz y la autoestima. A pesar de todo la esperanza seguía ahí, por dentro y por fuera, de día y de noche palpitándole en el pecho cada vez más fuerte y más desesperada, buscando emerger a una superficie que la llamaba a gritos porque ahora tenía más razones que antes para querer huir de aquel pantano de machismo en el que cada minuto, sobrevivir significaba una guerra.
Por las noches, cuando miraba los rayos de la luna sobre las copas de los árboles, se hacía la misma pregunta: ¿Qué pasaría si sus hijas crecían en ese pueblo? y la respuesta siempre, también era la misma: la historia de cada una, sería la misma que la de todas las mujeres que conocía; con los mismos puntos y comas, con las mismas desgracias e igual cantidad de sinsabores si es que tenían suerte, porque de lo contrario, se multiplicarían.
Pasó días, semanas, meses enteros machacando la posibilidad en el metate, buscando entre las hortalizas de cilantro y coliflor, la mejor manera de decirle al marido que se olvidara para siempre del hijo varón que a toda costa quería tener, de la comida recién hecha y de los cuidados a la suegra, porque no estaba dispuesta a ningún embarazo más, ni a seguir soportando reclamos y críticas a toda hora. Tenía que olvidarse de eso porque ella, simplemente se marchaba.
Las horas se escurrían bajo los rayos del sol, ensayando la mejor manera de hacerlo. Finalmente se armó de valor, y allí bajo la sombra oscura de los naranjos, dejó salir la yegua desbocada que llevaba dentro y se lo dijo, todo, sin pausas, sin darle tiempo de pensarlo o de oponerse. Se iba, porque ya no quería vivir una vida que ni siquiera le permitía respirar por si misma, porque aquel era su cuerpo y no estaba dispuesto a una tortura más, porque en su mente había sueños que quería buscar y encontrar, porque sus manos ya no querían sangrar con la crudeza del frío, porque quería sentirse amada no solo utilizada y porque la sumisión no era su virtud más sobresaliente, sí la valentía y el arrojo.
El marido no dijo nada, tal vez porque la sorpresa lo dejó mudo o porque quizá, simplemente no había nada que decir. Dos meses después, Esperanza llegó a la capital con un par de billetes en la bolsa, una niña de siete años tomada de la mano izquierda, y en la otra, una máquina de coser que era su único patrimonio.
La odisea en la ciudad empezó en una casa de huéspedes primero, una de renta después; cosiendo ajeno de día y de noche, comiendo poco y durmiendo menos porque no podía conciliar el sueño mientras las nueve hijas restantes estuvieran lejos. Las lágrimas tampoco eran una opción porque en ese mundo de machos, muchos eran los que querían verla caer.
Se aferró a su nombre, se cosió el valor a la piel, le dio un par de puñetazos al mundo para vencer la tristeza, se inflamó el corazón de orgullo y le dio un puntapié a la vida de mujer sumisa. Era hora de empezar de cero.