El olor a cerdo (tres capítulos de la novela inédita de Everardo Monroy)
Sofía Soriel ¿Recuerdas lo ocurrido en la casita de la Mansfield? ¿El inmueble de dos plantas con algunos accesorios domésticos semidestrozados y el lava trastos tapado? En menos de dos días lo reconstruiste, pusiste un viejo triplay en la mesa redonda, sin vidrio.
Everardo Monroy Caracas/ A los Cuatro Vientos
¿Lo recuerdas?
Y tu veladora de cera roja encendida, mientras nos abrazábamos desnudos, suspirando y lacerándonos los labios, mientras las horas eran consumidas por la llamas de la desesperanza y el olvido: tiempos idos, amores despiertos, responsabilidades aciagas. Mansfield 6519, muy cerca de la Sherbrokee.
Tu camioneta, la color guinda ¿o la arenada?, apenas lograba acurrucarse en la polvosa cochera de reja corrediza, crujiente y mal enjaretada. Teníamos que doblar los espejos retrovisores y entrar bajo esa sordera necesaria y sublime. Cómo olvidar los contornos mórbidos de tus caderas y muslos y senos prominentes y esa cadenita dorada en el tobillo izquierdo, compromiso de no sé qué. O la revoltura permanente de las cajas de cartón retacadas de utensilios de cocina y limpieza y los enseres propios de nuestra recámara, la del segundo piso: amueblada con un destartalado librero que siempre señalaba hacia el cielo.
A nuestros pies, la cafetera que tanto te enorgullecía por tener un reloj digital de números color sangre y el botoncito negro del apagado automático. La única escalera nos tenía en un hito al conducirnos de arriba hacia abajo o de abajo hacia arriba ¿Te acuerdas? Le temíamos al accidente insalvable porque a mí no me importaba caminar con los toscos zapatones de agujetas sueltas y tú, Dios mío, al deambular en esos pantalones ajustados de mezclilla, regalo de tu hijo Bob, y por donde colgaban unas largas cintas rojas, entretejidas.
“Ten cuidado, mi amor”, me decías. “Si te llega a pasar algo, me muero, no sabría qué hacer”.
La fecha nunca voy a olvidarla por la hermosa carta que me escribiste antes de viajar a Toronto, donde te informaron que tu marido, Lois Redpath, estaba preso por conducir su camión de mudanzas con imprudencia y matar a dos personas. Eso te dijeron sus amigos.
Sin embargo, la trabajadora doméstica, Melisa, te reveló aspectos poco conocidos de la personalidad de Lois en el mes y medio de convivencia:
“Lois no es lo que parece”, te dijo. “Hay un gran mugrero en su vida”.
No comentó más y continúo con sus faenas domésticas. Todo eso lo platicábamos en la cama, bajo el edredón marmolado y el ronroneo de los cristales castigados por los vientos de abril.
El domingo 13, a las 7:46 pasado el meridiano, partiste para Toronto acompañada de Bob y tu nuera Clarisa, mientras yo me desplazaba de Leamington a Montreal. Ambos llegamos a nuestro destino, por caminos diferentes, y nos aposentamos del entorno con la añoranza del reencuentro. La señora Cardel, la casera, ¿recuerdas? Me dio el pésame por el fallecimiento de mi esposa, a la que trasladé en una ánfora de cristal hacia un destino inexistente.
“Le falló el corazón”, le dijiste, “y tuvo que incinerarla y llevar sus cenizas al lugar donde se desposaron y viven los padres de ella”.
La señora Cardel, contrita y solidaria me entregó las llaves de la casa y creyó en nuestras palabras sin pedirnos nada a cambio.
Tuve que pretextar dolor de cabeza para proseguir mi viaje en taxi. Manfield es una callejuela mal trazada y presentaba el verdadero rostro del infortunio urbano: muros pintarrajeados, borrachos y vagos escandalosos: soledad y rutina.
El reacomodo era necesario y así lo visualizamos.
“Ramiro: Bienvenido mi amor. Te amo, te extraño mucho, más de lo que debo, más de lo que te imaginas. Espérame con mucho amor, con muchas ansias y deseos. Te voy a comer enterito, desde la punta de los cabellos de tu cabeza hasta las uñas de los pies. ¡Te lo prometo!…”
El mensaje continuaba en el mismo tenor y yo lo leía y releía con ansiedad. Tuve que divisar el mapa virtual de Encarte y confirmar la distancia entre Toronto y Montreal: cerca de seiscientos kilómetros de un punto a otro y tendrías que desplazarte por carretera de cuatro a cinco horas ininterrumpidas.
Tu retorno, pensé, seguramente sería el miércoles al mediodía.
Y no fue así.
El martes 14 tu reaparición fue instantánea, extraordinariamente instantánea.
“No aguantaba un minuto más sin verte”, exclamaste.
Nuestra necesidad de reconstruirnos, de ajustarnos simplemente a lo que nos dictaba el cuerpo, te obligó a emprender el retorno y dejar las añoranzas de algo que sí fue, pero que al final se trucó en tragedia y olvido permitido.
Lois, en su nuevo envoltorio de hierros y cantera, resumía su infortunio ante la expectativa de que su desconsuelo se convirtiera en arma convincente de la que no llegó, pero existe: una esposa poco ortodoxa y muy sexual, añorante de otro, purificadora primigenia de la carne y el orgasmo enceguecedor y brutal. ¿Recuerdas lo del desdoblamiento de personalidades?
La Sofía de antes del orgasmo y después del orgasmo. La que al concluir sus fantasías sexuales optaba por la graciosa huida, sin importar el calibre del macho y los mugidos del toro en celo. Tu ausencia era necesaria y obligada, punto crucial de ser tu o no ser Sofía, la mujer universal, la cabeza de un clan bien cimentado.
Lois no pudo dimensionarte, entenderte, descifrarte. El muy pendejo supuso que tu insistente y adictivo apego a la verga, significaba entrega compartida, amor pleno, cursilería doméstica. Nunca imaginó que desde los siete años, ¡Siete años, Sofía!, ya te masturbabas con una piedra del arroyuelo que cruzaba frente a tu casa, allá en Huayacocotla, y en ese orden de sensaciones te hiciste adolescente, después mujer y al final una arquitecta de renombre, apegada a tus tradiciones de piel, útero y gemido prolongado.
Lois, al igual que los otros, y me incluyo, apreciaron tus habilidades uterinas, difícil de superar: quedaron hechizados de la Circe serrana, sensual y mágica, que alguna vez conocería en el Monasterio de mis desgracias. El claxon tocó en dos ocasiones y preso de ansiedad dejé de teclear en la computadora.
Tras el ventanal observé tu deslumbrante figura de dama triste, cansada por el esfuerzo, y en calzoncillos, bajo la oscuridad del alba, descendí a saltos por los crujientes escalones para alcanzar la cochera. Ese sería el principio y el fin de esta historia, otrora tan dolorosa e incierta, y que para fortuna de los dos contó con la complicidad de una alma caritativa —la señora Cardel— y una construcción de dos plantas con traspatio, cochera y enrejado metálico, que sin desprenderse de su solemnidad solitaria le dio cabida a nuestros arrebatos de carne y promesas de amor.
El jueves 17 de abril, muy cerca de las ocho de la mañana, quedaría atrás la Mansfield y nos reencontraríamos en nuestra guarida añorada, la más entrañable y respetable, la de Verdun, de donde nunca debimos haber salido.
La veladora roja, a pesar del tiempo, sigue encendida. Ni una lágrima más volverá a apagarla. Eso quiero, eso queremos…
Espero verte pronto… aunque continúe en el hospital y el cáncer me consuma.
EL OLOR A CERDO
Capítulo II
Los doscientos seis huesos estaban intactos; limpios e incluso, brillantes. En el reporte del médico forense se subrayó esa palabra: “brillantes”. El esmalte había permitido permear su deterioro y blanquearlos. Un milagro químico obtenido con vidrio y plomo fundido, bórax y otros colorantes metálicos, principalmente oxido de estaño.
–Demasiado tiempo invertido en ellos –dijo el agente Buckton.
–¿Veinte? ¿Treinta años?
–Un excelente trabajo de algún orfebre bizantino…
–Y dímelo a mí que he visto los videos… Es escalofriante…
Vanessa Rousseau sorbió su café y continuó observando las fotografías enviadas por el departamento forense de Montreal. Las imágenes eran secuenciales. Una a una narraba visualmente la presencia del cofre rojo con festones plateados. En su interior se encontraban los huesos humanos, fotografías de la víctima y un dvd metido en un sobre de plástico.
–Me sorprende su paciencia y la tranquilidad interior del asesino. No solo engulló a la víctima, sino dejó intacto su esqueleto óseo. Ningún hueso falta, esto es increíble…
La oficina estaba en la planta baja del edificio policial de la calle Pierre Dupuy. Gruesos cristales blindados ahogaban los ruidos exteriores. Norman Duprez les había facilitado el trabajo al enterrar el cofre en el parque de la Rue Riverside, a un costado de la vieja estación de ferrocarril Pompage. Los agentes invirtieron menos de cinco minutos para llegar al lugar y ubicarlo. El canal Lachine del río San Lorenzo estaba próximo y los transeúntes eran escasos.
–¿Por qué hablar ahora que pudo irse al infierno sin que nadie se enterara de sus crímenes?
–Lo que más me intriga es ¿por qué a mi precisamente? ¿Por qué yo tengo que escuchar su confesión y no otros agentes?
–El Mayor McGuill quiso que así fuera… Es posible que no sea su único crimen… En veinte años tenemos más de dos mil cien reportes de personas desaparecidas y de ellas, mil seiscientas son mujeres y la mayoría jóvenes… Precisamente, Emmanuel France fue una…
–También me intriga que no exista algún reporte policiaco en su contra, ninguna infracción vial, ningún documento oficial que lo relacione con algo indebido… Solo tenemos la fecha de su nacimiento en Joliette, los certificados de estudios básicos y el haber trabajado veinte años en una bodega de calzado en Montreal…
–Un hombre que ha vivido más de sesenta años en Quebec y probablemente hablamos de un asesino serial, de un peligroso depredador… y ninguna pista negativa en su contra… Esto es increíble. Seguimos engendrando a nuestros propios verdugos y, en este caso concreto, no se trata de un inmigrante o de una persona ajena a la comunidad quebequiana.
El informe redactado por la recepcionista de los servicios telefónicos de emergencia, describió cada palabra emitida por Michel Duprez. La llamada fue registrada a las 3:04 horas del domingo 30 de diciembre y provenía de un teléfono celular. El propio Duprez dijo que se encontraba internado en el Hospital General de Cancerología Saint -Jean-Baptiste.
“Soy un enfermo terminal y quiero confesar mis crímenes…”
“Dígame su edad, señor Duprez?
“El 23 de septiembre cumplí 63 años y en la astrología china pertenezco al signo del Cerdo…
“¿Puede proporcionarme la ubicación de su domicilio, por favor, señor Duprez?”
“Calle Olivier numero 2345, casi esquina con el boulevard Base de Roc, en Joliette… Es la casa que me heredó mi madre antes de comérmela…”
“¿Ha dicho “comérsela”?, ¿entendí bien, señor Duprez?”
“Si, si… me la he comido también… y se lo recomiendo, porque no hay una mejor demostración de amor a nuestros padres, que comérnoslos. Incluso, me hubiera gustado ser una pulga marina…”
“¿Por qué una pulga marina, señor Duprez?”
“Porque los talitrus saltator tienen ese placer alentado por su misma madre… Les permiten comérsela después de que se los traga sin lastimarlos… Y ellos la devoran lentamente, placenteramente. De adentro hacia afuera… Una delicia…”
La recepcionista guardó silencio unos segundos. Supuso que se trataba de una broma. En Montreal existían personas con problemas de salud mental e intentaban llamar la atención, hacerse presentes. Sin embargo, Duprez la devolvió a la realidad…
“No es un juego lo que le digo, señorita Weesek, ¿por qué así se llama, verdad?. La policía puede encontrar pruebas de mi gusto por la carne humana, en la 227 de la calle Riverside, de Ville Marie… A la vera de la autopista Buenaventure, bajo un cono de concreto rojo hay un cofre rojo de parota que yo enterré como señal de mis excesos… ¿Está claro?”
“Herrr… he tomado su mensaje, señor Duprez… ¿Algo más?”
“Únicamente haré mi declaración ante la agente Vanessa Rousseau, del departamento de homicidios del Servicio de Policía de la Ciudad de Montreal. No olvide subrayar ese nombre y con mayúsculas: Vanessa Rousseau…”
Duprez no había mentido. El cofre con una de sus víctimas estaba en el lugar indicado. La información había trascendido en los noticieros y periódicos de Canadá y eso alertó no solo a la policía provincial, sino a la federal e Interpol. Vanessa Rousseau había pasado de ser una agente investigadora de homicidios, anodina y buena amante, después de consumir una botella de ron, a la principal responsable de bucear en la mente de un peligroso criminal que, de acuerdo a las pruebas periciales obtenidas, no solo asesinaba y descuartizaba a sus víctimas, sino también las devoraba. Los doscientos seis huesos de Emmanuel France eran la mayor prueba.
EL OLOR A CERDO
III
El mismo sonido. Nada varia, Dios… Está aquí, dentro, insistente. Quiero pensar en lo otro, en la caminata diaria… Y el ruido espantoso, repetitivo. Sigo en el lecho, buscando la manera de escapar a este crucifijo sin sentido. Vanessa está cerca porque la percibo, rezumo su olor a canela fresca.
–El asunto es como usted lo quiera plantear…
–Mmmmmm….
–Usted fue quien me llamó…
La imagino y no quiero abrir los ojos. Me niego a quejarme, porque fui un hombre afortunado. Los veintidós años de glotonería podrían compensar mis tres meses de aislamiento y picazones en los huesos. La biopsia no puede equivocarse. El hígado, ese órgano de veintiséis centímetros, termina el ciclo de vida. No hay escape.
–¿Yo lo hice?
Me resisto. No es un olor a feromona, es algo más que me despierta el hambre. Estoy harto del suero vitaminado y las avenas.
–Señor Duprez… Señor Duprez…
–Lo sé… lo sé… –se lo repito en francés, pero lo pienso en castellano–. Estoy seguro que la encontraron…
Creo escuchar un pedo. Algo no funciona como quisiera. Me avergüenza esa debilidad del estomago. ¿O del intestino grueso? Pendejo… Pendejo… Pendejo…
–Ella estaba ahí, donde usted dijo…
–Lo sé… lo sé… porque yo la dejé en ese cofre de mi madre… ¿Conoce usted un árbol llamado parota?
–¿A dónde quiere llegar? Usted está en un gran problema…
Pienso: no quiero verla, no quiero enfrentarme a su cara de colegiala, a sus labios virginales, a la Puig, que le dieron sentido al lápiz labial. Elizabeth Primero jamás imaginó lo que provocaría. Sus puterías lésbicas han construido esta reja de palabras.
–Verá –prosigo sin intentar levantar los párpados–, la parota es un árbol enorme, de más de treinta o cuarenta metros… o sea, veintidós o veintitrés hombres encaramados uno sobre el otro, como en el circo o en algún crucero de cualquier calle de la ciudad de México… La parota es de Acapulco… ¿Usted conoce Acapulco?
–Insisto, no entiendo a dónde quiere llegar… ¿Usted la asesinó?
Hay recuerdos que tienen nombre y sustancia. La marihuana es un asunto interesante, peleable porque me mueve los sueños y remordimientos y me seca la boca (intento reírme). Es una yerba como la parota, sin comparar su tamaño. El asunto estaba en su belleza. Mi madre fue una mariguanera indecente y no lo ocultó.
–Usted llegó a mí, Vanessa y el cofre de parota es mi primer regalo…
–Un regalo macabro…
–Un regalo…
–Sus padres y hermanos piensan diferente…
–Ellos se la comieron antes que yo… arrojaron sus desechos a la calle y yo los recogí… deberían estar agradecidos…
¿Por qué no quiero enfrentarme a ella? ¿A qué le temo? Vanessa tiene treinta y dos años y es una pésima policía, amante del diputado Dumas, el señorito de los bigotes trasnochados, de fascista…
–Señor Duprez… ¿Está consciente de su detención?
–Mmmmmm…
Uno siempre camina en el limbo. No hay alcance. No se llega a ninguna parte. Es como aquella vieja película de Sergio Leone, “Por un puñado de dólares”. Clint Eastwood, el sin nombre, al final comenta: “México está al sur y Estados Unidos al norte, prefiero estar donde estoy”. Y eso lo dijo después de sobrevivir a la furia de dos familias: los Rojo y los Baxter, acantonados en un pueblo miserable llamado San Miguel. La carcajada es aguda… No puedo externarlo. Ese olor… ese olor, Dios mío…
–Si no quiere hablar, ¿Por qué nos buscó?
–No hable tonterías, agente… por favor… Está usted aquí por lista y bella, no por estúpida…
Tuve que decírselo, sin verla. Ella desconoce que investigué el tamaño de sus pisadas y olfateé su sangre menstrual, tan sucia y espesa. No está aquí por mí, sino por ser una policía asalariada. La justicia es de los débiles, porque la claman. Nosotros, yo entre ellos, nos burlamos de los llorosos del mal. Mi madre tuvo un amante, líder del senado, que le gustaba besarle las nalgas y olerle el culo. Era un asco al hablar ante la tribuna, porque siempre pagaba para salir en los periódicos. Terminó en un bar de Italia, precisamente en el puerto de Civitavecchia, muy cerca de Roma.
–¿Se siente bien?, ¿puede verme…?
–Estoy bien, gracias… Y si la llamé a usted es porque creo que su padre piensa como yo: este gobierno está podrido… y espero que en el asilo de la iglesia de San José, su padre no piense en sus tiempos de combatiente…
–¡Qué ha dicho!!!
Prefiero estar ausente. Hay muertos en vida, como tú, lector divino, como mi hermanastra que hablaba en el tapanco mientras orinaba la cocina. La recuerdo bien, sin pantaletas, en cuclillas y echando el chorro de miados hacia la mesa. Mi puto padre asustado y mi madrastra, como siempre, feliz de ponerlo en nuestra contra.
Vanessa sigue nerviosa. El mismo ruido, la misma sinrazón…
–Mi padre… ¿Por qué habla de mi padre? ¿Lo conoce? ¿Lo conoce?
–El guarura mediocre, oliéndole el trasero al gobernador de Chihuahua…
Su esencia de canela es única, pertenece al cuerpo de Emmanuel… Tan pura, tan pagable. Lo divino está en la misma sala, sin zapatillas y chichero, viéndome en el sofá con las piernas abiertas y agarrándome la verga. Esa es la imagen. Después, los dos perdidos a lo largo y ancho de la recámara.
–¿Qué ha dicho?
–Nada, nada, gracias por venir… y aclaro que hay cuarenta y siete mujeres desparecidas, mis mujeres… El festín de mi vida…