Dos de octubre no se olvida: los días y los años*
Joaquin Bohigas Bosch/4Vientos
¡Que nadie se duerma, que por ahí vienen marchando! Y marchando por las redes sociales y las calles de todas las ciudades del país, llegó una multitud de jóvenes que se hizo llamar YoSoy132 y que no dejaba de gritar, no que no, si que si, ya volvimos a salir. Ya vendrán otros.
El 68 mexicano formalmente empezó con una bronca entre porros. Más probablemente, fue provocado por el gobierno para reprimir al Partido Comunista, siendo tan mal orquestado que terminó por enardecer al estudiantado, acabar con la legitimidad del estado y dejar un trágico saldo de centenas de muertos, heridos, desaparecidos y presos.
El 23 de julio de 1968, so pretexto de perseguir pandillas, la policía ingresó a la Vocacional 5 del Instituto Politécnico Nacional (IPN), golpeando a estudiantes y profesores. Esta arbitraria agresión fue de tal nivel, que estudiantes y profesores decidieron convocar a una marcha de protesta
Tres días después, el 26 de julio de 1968, su marcha coincidió con otra convocada por varias agrupaciones de izquierda que celebraban el triunfo de la revolución cubana. La policía arremetió contra ambas e inexplicablemente atacó a estudiantes de la Preparatoria 3 de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).
Se inició la batalla por el centro de la ciudad, que se decidió con la invasión del ejército a todas las escuelas politécnicas y universitarias de la zona centro, la destrucción de la centenaria puerta de la Preparatoria 1, un número indeterminado de muertos y heridos y el arresto de más de mil estudiantes y, por supuesto, el de los “agitadores comunistas” que, según autoridades y prensa, habían provocado el problema.

La explicación oficial de los sucesos del 26 de julio fue fielmente recogida por la prensa vendida mexicana. En contraste, la revista norteamericana Life consideró que la respuesta del gobierno había sido excesivamente dura y difícil de justificar. Algo obvio para cualquier observador medianamente imparcial.
Al poco tiempo se declararon en huelga los estudiantes del IPN, la UNAM, Chapingo, la Normal Superior, la Universidad del Valle de México y escuelas normales, técnicas y universidades de todo el país, incluyendo la Universidad Autónoma de Baja California (UABC). El primero de agosto, Javier Barros Sierra, rector de la UNAM, encabezó una marcha que culminó en un mitin en el que criticó duramente al gobierno. En Ciudad Universitaria, la bandera ondeó a media.

Javier Barros Sierra, rector de la UNAM, presidiendo la marcha de protesta por la violación de la autonomía universitaria y la represión y detención de estudiantes y ciudadanos.
Organizado en el Consejo Nacional de Huelga, el 4 de agosto el movimiento estudiantil condicionó el levantamiento del paro a la respuesta satisfactoria a 6 demandas: libertad a los presos políticos, derogación del artículo 145, desaparición del cuerpo policiaco de granaderos, destitución de jefes policíacos, indemnización a familiares de muertos y heridos y enjuiciamiento a funcionarios culpables.
El régimen autoritario, y una gran parte de la población, consideró exagerado el pliego petitorio. Por increíble que parezca, llegaron a calificarlo como una conspiración comunista. Como era su costumbre, ignoraron las demandas y se endurecieron.
El movimiento estudiantil logró convocar a cientos de miles de ciudadanos a sus manifestaciones del 27 de agosto, que culminó con su desalojo del zócalo, y la del 13 de septiembre, la famosa manifestación del silencio.

Uno de tantos volantes que se repartían durante las manifestaciones y en las brigadas de “boteo” que circulaban por toda la ciudad. Fueron la pobre pero digna respuesta de los estudiantes a las cadenas de radio, televisión y prensa controladas por el gobierno.
Respondiendo a las más grandes manifestaciones populares vistas hasta entonces, las tropas del gobierno invadieron el IPN y la UNAM. La bayoneta se impuso a la razón. Finalmente, muy dentro de su lógica y costumbres, el 2 de octubre resolvieron el conflicto emboscando y asesinando a centenas de personas reunidas pacíficamente en la Plaza de las Tres Culturas de Tlatelolco. Hoy hay un monumento en el lugar donde fueron sacrificados, pero, hasta el día de hoy, desconocemos como se llamaban, quienes eran y como eran la abrumadora mayoría de las víctimas. Murieron para siempre.

Monumento dedicado “A los compañeros caídos el 2 de octubre de 1968 en esta plaza”.
Al Campo Militar, a Santa Martha Acatitla y a la Cárcel Preventiva llegaron decenas de camiones cargados de cadáveres y detenidos. Decenas de estudiantes y profesores fueron confinados en Lecumberri acusados de disolución social.
La represión en contra de manifestaciones pacíficas no era algo inusitado, pero la saña con que fueron reprimidos los diez mil asistentes al mitin del 2 de octubre, jóvenes en su mayoría, fue y sigue siendo un hecho excepcionalmente cruel en la de por si sangrienta historia de México.
Paz de los sepulcros
A la mañana siguiente Jacobo Zabludovsky inició el noticiero de Televisa celebrando que el 2 de octubre había sido un día agradable y soleado en la capital mexicana.
La mayor parte de la población bajó los brazos y aceptó el sacrificio como cosa fatídica. Muchos creyeron la fantástica explicación del gobierno y terminaron culpando a los estudiantes. Fueron fieles a una de las piedras angulares del ser mexicano: es más fácil vivir haciéndose pendejo.
Diez días después se iniciaron las olimpiadas. Dicen que hubo silbidos cuando Díaz Ordaz tomó la palabra. ¡Que consuelo!
El 6 de diciembre el Comité de Huelga se declaró formalmente disuelto y la paz de los sepulcros volvió a reinar. Los pueblos del altiplano aceptaron sin grandes aspavientos el sacrificio de 20 mil de los suyos al estrenarse el Templo Mayor de Tenochtitlán. ¿Por qué habrían de alterarse por la cobarde masacre de unas centenas de jóvenes respondones?
Vi pasar algunas de las manifestaciones de la primera mitad de los sesentas y no supe de la mayor parte de los movimientos sociales que brotaban en el país en esos tiempos. Asistí a un par de manifestaciones en el 68 y en una ocasión repartí volantes a soldados que ocupaban una vocacional en Tlatelolco. Fue el acto político más audaz de mi vida hasta ese momento.
Visitaba unos amigos en Estados Unidos cuando sucedió la matanza de Tlatelolco. El suceso ocupó el primer lugar en los noticieros de la mañana, y las imágenes no pudieron ser mas claras: helicópteros y soldados en tanquetas disparando a la multitud, tiradores enguantados en un edificio, cuerpos desplomados y gente corriendo. Los reportajes tampoco dejaban un espacio para la duda: la multitud estaba reunida pacíficamente, fue emboscada por la tropa y un grupo de tiradores, los muertos se contaban por decenas, los arrestados por centenas y la explicación gubernamental era inverosímil. No mostraron esas escenas ni repitieron esos reportajes en los noticieros subsecuentes. La prensa también fue silenciada en Estados Unidos. En México las escenas del crimen se pudieron ver después de varios años.
Los noticiarios y los historiadores del mundo hoy recuerdan el puño levantado por dos corredores negros en la Olimpiada de México, no los espantosos acontecimientos que la precedieron. La carne mexicana es barata.
Unos días después del 2 de octubre, con mis 18 años me apee del tren en la estación de Buenavista, esperando encontrarme con una capital ardiendo de indignación y un gobierno en el abismo. En vez de eso, hallé miedo, silencio y un prudente consejo de mis padres: habla poco, con pocos y con la voz bien baja. Descontando a los amigos y familiares de presos y presas, desaparecidas y desaparecidos, durante el siguiente año se habló muy poco y con susurros del gobierno y sus atrocidades.
El saldo de los diez años transcurridos entre el movimiento ferrocarrilero del 58 y el estudiantil del 68, los mejores años del “milagro mexicano”, no podía ser más desolador: ni una sola negociación o solución satisfactoria a los movimientos sociales, mil o dos mil ciudadanos asesinados y cárceles rebosantes de presos políticos de todas las condiciones y clases sociales.
Médicos, campesinos, escritores, ferrocarrileros, profesores, filósofos y pintores ocupando las mismas celdas, estudiantes adolescentes compartiendo el pan con viejos luchadores agrarios y sus profesores de primaria. Se podría haber dicho que todo México estaba tras las rejas de no ser porque faltaban los verdaderos criminales.

Tres de los estudiantes presos en Lecumberri: Raúl Álvarez Garín, Gilberto Guevara Niebla y Eduardo Valle Espinoza. El 22 de diciembre de 1969, 86 de los 133 reos políticos que había en Lecumberri y el la cárcel de Mujeres iniciaron una huelga de hambre para obtener su libertad. En el ano nuevo de 1970 un grupo de presos comunes los agredió salvajemente. En una carta dirigida a Arthur Miller, José Revueltas relata como un celador se dirigió a el después de la golpiza: “¿esta malherido, maestro? … ¿nomás unos cuantos golpecitos, verdá?”.
La esperanza estaba por los suelos, y no parecía haber hacia donde ir o con quien jalar.
El espíritu revive
Ingresé a la Facultad de Ciencias de la UNAM empezando 1970. La UNAM era, sigue siendo, territorio libre, y esa facultad era un banquete para los que no dábamos por sentado ninguna idea o propuesta. Al poco rato me uní al Comité de Lucha y conocí a dirigentes y militantes del 68 y a familiares y amigos de presos políticos. Estaba donde quería: en la ciencia y en la lucha.
Terminando el mes de abril de 1970, los estadounidenses bombardearon masivamente la hasta entonces pacífica Cambodia. La condena internacional es masiva, y nuestro secretarios de estado, diputados, senadores y “prensa libre”, todos progresistas en patio ajeno, se unieron al repudio. Aprovechamos la coyuntura, palabra entonces muy usada, y con permisos en mano nos reunimos frente a la Secretaría de Comunicaciones para marchar por San Juan de Letrán, que hoy tiene el triste nombre laico de Eje Central, hasta llegar al Hemiciclo a Juárez.
Al iniciar la marcha no pasábamos de doscientos chavos muy asustados, rodeados por aire y tierra por decenas de patrullas, policías, agentes y helicópteros. Para que no se nos olvidara el 2 de octubre. Hacía un miedo atroz, pero no nos retiramos e iniciamos la marcha gritando consignas antiyanquis, bien fuerte, creyendo que así no se darían cuenta de que nos estábamos cagando.
Salidos de las calles y apeándose de las aceras, se fueron arrimando más y más compas, y al poco rato ya éramos miles mentándole la madre al gobierno yanqui y, de pasada y con más ganas, con más frecuencia y con más rabia, al hijo de puta de Díaz Ordaz y a su sucesor, el siniestro Luis Echeverría.
Desde las aceras y por las ventanas y balcones de los edificios que rodean a la avenida, miles se asomaron a ver, a aplaudir y a gritar con nosotros. De quién sabe dónde consiguieron las flores y los papelitos picados que cubrieron el pavimento de la avenida por donde marchábamos, paso a pasito haciendo crecer la esperanza que creyeron habernos robado. Un orgasmo de libertad y fraternidad.
No sé si fueron pocos o muchos los mensajes que con prisa escribieron sobre cartulinas robadas, prestadas o regaladas por el patrón, pero eran unánimes: qué bueno que están de vuelta, bienvenidos muchachos, los extrañamos, no se vuelvan a ir, con ustedes siempre.
Y en un lugar de la marcha alguien dice, luego grita y repite hasta poco antes de la afonía: no que no, si que si, ya volvimos a salir, no que no, si que si, ya volvimos a salir. Era cosa de paciencia.
Ese día muchísimas personas lloramos hasta deshidratarnos. Nos habían madreado, nos tenían espantados, pero no habían roto nuestro espíritu ni nos habían vencido. Y de ahí para adelante, sin importar que tan duro hubiera sido el golpe o que tan pocos fuéramos, aunque nunca fuimos pocos, seguiríamos saliendo a las calles a retar las majaderías del gobierno y sus dueños. Todavía se me enchina la piel recordando esa feliz tarde plomiza.
Mi acercamiento a la política apenas empezaba. Al paso del tiempo, un 10 de junio oí el silbido de las balas en San Cosme, me desvelé en las asambleas del sindicalismo universitario emergente, repartí volantes con obreros de Spicer y colonos de la Jaramillo, vi partir y no volver a varios conocidos, en la Facultad de Medicina vi caer una lluvia de piedras sobre Echeverría, escapé a último momento cuando la UNAM fue ocupada en 1977 y estuve con los que reventaron los lamentables desfiles oficiales del primero de mayo.

Aprovechando que era periodo vacacional, el 14 de marzo de 1975 Luis Echeverría intentó inaugurar los cursos de la UNAM en el auditorio de la Facultad de Medicina. El acceso a la parte de abajo del auditorio estaba controlado, no así al piso superior. Desde ahí, una multitud estudiantil no dejó de increparlo y llamarlo asesino. El respondió acusándonos de fascistas y agentes de la CIA. Finalmente, el presidente demente salió huyendo de la UNAM llevándose una pedrada de recuerdo en la cabeza. Es el único castigo que ha recibido por sus crímenes.
Cada suceso da para charlar un rato, pero se acerca el momento de cerrar mi contribución a este homenaje a los caídos, perseguidos y encerrados antes, durante y después del 2 de octubre de 1968.
Como decía, grande era la tristeza y chiquita la esperanza en los días, semanas y meses que siguieron al 2 de octubre de 1968. El país entero celebró jubilosamente los juegos olímpicos. Parecía que a nadie le importaba nada de lo que había sucedido, ni la podredumbre expuesta en la última década. Las posibilidades del futuro parecían cerradas. Y luego, de donde menos y cuando menos se esperaba, vino la manifestación de mayo del 70.
Y de nuevo se fueron juntando las compañeras y los compañeros, abriendo las ventanas y las puertas, se volvió a respirar con gusto y, despejadas las gargantas, volvió a sonar por todos lados el grito de inconformidad: no que no, si que si, ya volvimos a salir.
Ganamos la democracia electoral, la libertad de expresión y el derecho a disentir. Hoy nadie nos puede arrebatar estas conquistas. Pero, como bien sabemos, no han sido suficientes.
Ya vendrán otros
Hoy se nos ha caído el mundo encima, no sabemos ni como empezar a resolver todos los problemas que nos oprimen y, como entonces, no encontramos en que o en quien confiar.
En manos de unos cuantos oligarcas y grandes consorcios internacionales, la economía lleva 30 años destartalada, se malbaratan nuestros recursos sin el menor recato, se pretende aliviar la pobreza y la desigualdad con impuestos truculentos, demagógicas campañas contra el hambre y maratones televisivos de fundaciones que se llaman altruistas.
Nunca habíamos sufrido tanta violencia criminal, la democracia electoral hasta ahora ha resultado ser un fiasco muy caro y es poco el poder que tenemos sobre nuestras vidas y nuestro futuro. La mayor parte de los políticos son burros y ladrones pero perciben altísimas remuneraciones, líderes sindicales despreciables siguen con un poder inmenso, solo una ha pisado el lugar que le corresponde, la corrupción no se ha ido pero ahora goza de total impunidad, el laicismo está en entredicho, la mayor parte de los mexicanos es cada día menos competitivo y más ignorante y el país es irrelevante en el concierto político internacional.
Por si fuera poco, a la mayor parte de la gente parece importarle poco la situación del país y rehúye cualquier forma de participación. Aceptamos resignadamente el fracaso propio y el de nuestra nación. La fortaleza espiritual de la mayor parte de los mexicanos está por quebrarse. Las posibilidades del futuro parecen otra vez estar cerradas.
Pero quizá hoy o mañana, o en unas semanas o en unos meses, nos volvamos a topar, inesperadamente, con un grupo de jóvenes que salió a la calle a exigir más y mejor educación, y veremos a sus padres ocupar las cámaras legislativas porque son suyas, y a profesores y petroleros mandar a la chingada a su líder sindical. A los empleados de hacienda sacar como se pueda al sr. secretario y secuaces para cobrarle todas sus deudas a Slim y demás oligarcas, y por las pantallas de televisión veremos que los empleados le quitaron la silla a Joaquín (el otro) para dar ellos las noticias. Ahí nos dirán que las madres trabajadoras tomaron las casas de los gobernadores para usarlas como guarderías, que los empleados del banco ya no aceptan cheques de políticos, que los policías ahora sí encierran a secuestradores, narcotraficantes y jueces corruptos, que los médicos le dijeron nunca más a sus míseros salarios y que los soldados por fin bajaron sus armas alegando que ya basta de hacerse pendejos.
Hace tres años terminé mi remembranza del dos de octubre con las siguientes palabras: ¡Que nadie se duerma, que por ahí vienen marchando! Y marchando por las redes sociales y las calles de todas las ciudades del país, llegó una multitud de jóvenes que se hizo llamar YoSoy132 y que no dejaba de gritar, no que no, si que si, ya volvimos a salir. Ya vendrán otros.
*Segunda parte de un escrito elaborado para rememorar el 2 de octubre de 1968 y mis recuerdos de esos años. UABC, campus de Valle Dorado, Ensenada, B.C. 02/X/2010 y 02/10/2013.