Diario de un ensenadense en Chilangolandia: Paté de Fuá en el Jardín.
Se acercan las 5 de la tarde y el centro de Coyoacán tiembla con expectativa. En el escenario toca el grupo Quattro, interesante propuesta de música pop que le abre esta tarde a la atracción principal, Paté de Fuá, grupo méxico-argentino que está a punto de llegar a su octavo aniversario y se ha ganado rápidamente un séquito de fans gracias a su virtuosismo, su estilo anacrónico y a la vez actual, y su calidez en el trato con el público.
Uriel Luviano / A los Cuatro Vientos
Termina el grupo telonero y es despedido por aplausos y gritos de “¡Paté, Paté!”. Mientras el staff acomoda los instrumentos y realiza pruebas de sonido, el conductor del evento hace comentarios obvios y poco chistosos sobre el proceso. Después de unos 20 minutos de esa dinámica, se despide para dar paso al motivo de la gran concurrencia que se suscita esta tarde en el lugar de los coyotes.
Aparece el primer integrante de la banda y las más de 1000 personas ahí reunidas nos desgañitamos aclamando a nuestros artistas preferidos. Con sus canciones sobre amores imposibles, mujeres malas y fantasmas enamorados, el público no tiene otra opción más que ponerse a bailar.
Abren con una polka movidísima que hace que el polvo se levante de los adoquines y las jardineras. Bailamos como locos y exclamamos “Hey” en el momento preciso, así como aplaudimos al compás con precisión admirable para un público tan variado.
“¿A dónde vas? Afuera no para de llover.” Nos canta Yayo González en su encantador acento porteño. El resto de la banda toca con una soltura envidiable: Guillermo Perata demuestra su talento para la trompeta y el banjo tocando con limpieza y técnica admirable, manteniendo una fachada formal e inexpresiva; Luri Molina nos deja boquiabiertos después de un solo de contrabajo a modo de intro para “La colegiala” (“Ella es una pobre colegiala que jamás salió de su pasión.”), después arranca gritos de las féminas al hacer el baile de la pelvis con su instrumento por pareja; Alexis Ruiz mantiene una atmósfera única con el vibráfono; Víctor Madariaga nos asombra con su increíble habilidad para el acordeón y Rodrigo Barbosa, baterista y chupetofonista del conjunto, mantiene ese ritmo que hace irresistible bailar con la música.
Después de más de hora y media de hacernos sentir en cada fibra de nuestros corazones ese estilo tan ecléctico, la banda se despide y baja del escenario. El público enloquece y pide a gritos un encore decente. Paté de Fuá se hace del rogar unos minutos para salir y hacernos vibrar con tres canciones más. Al despedirse de a buenas, avisan que estarán firmando autógrafos a un costado del escenario, admirable tradición del grupo, en la cual no se van hasta que el último fan ha recibido su garabato.
En este punto la concurrencia se divide en dos: los que se abalanzan a comprar el disco para que sea posteriormente firmado y los que se dispersan huyendo del tumulto. Me encuentro en el segundo grupo y decido dirigirme a un pintoresco expendio de pulque a unas cuadras de la Cineteca Nacional.
Camino por las calles atiborradas del centro de Coyoacán a las 7 de la tarde. Me encuentro a un amigo que espera la micro mientras entabla un pugilato gastronómico con una banderilla. Lo saludo y continúo mi trayecto. Voy caminando sobre Centenario cuando, una cuadra antes de Circuito Interior, encuentro las puertas abatibles naranja que señalan mi destino.
Entro y el lugar está abarrotado, dentro de lo que cabe decir abarrotado para un tugurio de dos mesas y un sillón. Me avisan que sólo queda curado de fresa, y para un litro. Resignado, pido un litro de curado de fresa y el pintoresco dueño del establecimiento me lo prepara diligente. Termina sirviéndome un litro con un abundante pilón en una tradicional bolsita con popote, le pago y salgo despidiéndome de todos los parroquianos que disfrutan del ambientazo.
Ya afuera, camino sobre Río Churubusco hacia Metro Coyoacán. Estoy a punto de llegar a la estación cuando me asalta el olor de tacos, proveniente de abajo del puente. Mi estómago me jala hasta el puesto. “Si es de res, aquí es. Si quiere de potro, allá con el otro.” reza un cartel a la entrada. Rápidamente ubico la fila, pues ahí hay reunidas más de 30 personas que esperan su taco. Con una organización sorprendente, el equipo de la taquería se las arregla para servir los pedidos con asombrosa rapidez. “Tres chupas, dos de pastor.” “Dos chupas, dos pastor, un agua, luego tres chupas y cinco de pastor.” “Un agua, dos chupas y tres pastor.” Así vuelan las frases, contestadas por prestos platos que, al parecer, no erran el pedido, pues nadie objeta, sino pasa al mar de condimentos y añadiduras sabrosas para los tacos. Pido dos chupas, especialidad del lugar consistente en suadero, pastor y algún otro producto cárnico, acompañados de una receta especial que, según los dueños, tiene más de 127 especias. Les pongo, en un arrebato de valentía mexicana, salsa y puré de papa con jalapeños. Aunque sé que lo pagaré en algún momento, disfruto la enchilada de mi vida.
Cierro con una nieve tradicional de Coyoacán y me dirijo al metro, lleno y cansado, pero con el alma satisfecha y en paz.
*Uriel Adrián Luviano Valenzuela. Estudiante de Física y miembro de Pluma Joven A.C.