Derechos humanos: la mejor invención
Los derechos humanos no se negocian. Los derechos humanos deben respetarse sin condiciones. Sólo es admisible ejercerlos a plenitud, sin medias tintas. Eso hace a una democracia, sin los derechos humanos ésta es disfuncional. Un régimen democrático, para serlo, sustenta en sus principios y mecanismos el respeto a los derechos humanos, precisamente porque están implícitos en sus funciones.
Rogelio E. Ruiz Ríos* / 4 Vientos
Los derechos humanos son el único absoluto por el que hay que luchar para imponer universalmente su validez. Es cierto que su invención y concepción ha sido de carácter eurocéntrico y antropocéntrico y que no están exentos de mistificación al concebírseles como inalienables a todos los seres humanos. Con ello, se les dota de una especificidad “natural”, “esencial”, primordial en el imaginario social moderno. En realidad nada perdemos en admitir que el marco referencial en el que los derechos humanos sustentan su condición y calidad de conocimiento verdadero es brindado por los mecanismos ideológicos de la modernidad.
¿Se puede pensar en derechos humanos sin democracia? No, y tampoco a la inversa. La democracia conlleva un uso retórico y a menudo se le resignifica en beneficio de concepciones fundamentalistas, apologéticas y justificadoras de los liberalismos económicos más radicales. Hay que partir de que la democracia y los derechos humanos son construcciones históricas emergentes de contingencias muy específicas. Los sentidos actuales que hoy reconocemos son aquellos que se impusieron con el tiempo en medio de conflictos sobre otros significados.
Desde su origen, el sistema democrático fue un régimen excluyente, aun en su momento fundacional, la revolución francesa, sirvió para legitimar a la clase política mediante los modelos de representación (Vorstellung) que posibilitaron la elección de un conjunto de notables a nombre del resto de la población.
El historiador francés Pierre Rosanvallon documentó ampliamente cómo quiénes accedían en la Francia revolucionaria a la categoría de ciudadanos electores y, por ende, con derechos a ser elegidos, eran varones adultos propietarios alfabetizados, en detrimento de las mujeres, las personas sin propiedades y los analfabetos, al argumentarse que toda persona carente de independencia económica y formación escolar era susceptible de manipulación al sufragar por parte de los letrados, familiares o patrones. De esa manera fue legitimada la mimesis entre el poder político y económico.
En materia de derechos humanos los argumentos de exclusión respondían al mismo tenor. Al igual que para el ejercicio electoral ciudadano, asumir los “derechos naturales del hombre” implicaba contar con “autonomía moral”. Así lo explicó Lynn Hunt (historiadora estadounidense experta en los temas de la revolución francesa y el legado político-cultural de la Ilustración) en la obra La Paradoja más perturbadora de los derechos humanos:
“En el siglo XVIII (y en realidad hasta el presente) no se imaginaba a toda la ‘gente’ como igualmente capaz de autonomía moral. Si los que proponían los derechos humanos universales, iguales y naturales excluían no obstante a algunas categorías de gente del ejercicio de esos derechos, era principalmente porque los veían como no completamente autónomos: los esclavos, los niños y los enfermos mentales más obviamente, pero casi igualmente obvio para la gente del siglo XVIII, los sirvientes, los que no tenían propiedades y las mujeres.”
Hunt planteó cómo la fuerza alcanzada por esta concepción novedosa de autonomía moral “cobró tanta fuerza que los revolucionarios franceses encontraron finalmente imposible, por ejemplo, negar los derechos a los judíos o a los esclavos”. La respuesta de Hunt alude a la contingencia, a la fuerza generada dentro de un proceso que rebasa toda planeación previa para encauzarse por meandros insospechados o no deseados por sus promotores. La universalización de los derechos humanos sólo pudo concretarse cuando se impuso la noción de “autonomía moral” propia a cada individuo. Esto supuso desarrollar el sentido de sacralidad de los cuerpos humanos y la consecuente obligación de respetar el espacio de cada uno, así como un sentimiento de empatía entre las psiques individuales concebidas dentro de un espacio común: “Para ser autónoma, una persona tiene que estar legítimamente separada y protegida en su separación, pero para que los derechos vayan junto con esa separación corporal, la mismidad de una persona debe ser apreciada de alguna manera más efectiva o emocional”.
En una perspectiva similar, desde la tradición humanista, el antropólogo judío alemán Erich Kahler, apenas terminada la segunda guerra mundial buscó responder a la cuestión de qué era lo que diferenciaba al hombre del resto del mundo animal. La respuesta la situó en la facultad de ubicarnos simbólicamente en el lugar de los otros, de poder sentir e imaginarnos al igual que ellos. Esta sería la única manera de trascender el Yo y de tejer lazos empáticos para poder establecer una categoría como la de “humanidad”, definida en términos de capacidad de amar al prójimo sin promesa de recompensa.
A criterio de Lynn Hunt, las nociones de democracia y derechos humanos son una invención relativamente reciente. Un bastión moral de la modernidad tardía. Lo mismo sucede con el andamiaje teórico que las sustenta, según se aprecia en el concepto de libertad o en la idea de igualdad universal de los seres humanos. Es prudente tomar en cuenta aquí que el principio de igualdad hasta hace poco era una idea exótica según ha puntualizado el antropólogo neoevolucionista Pierre L. Van Berghe, puesto que durante la mayor parte de su existencia, lo que ha permeando entre las sociedades humanas ha sido la desigualdad.
Los derechos humanos como parte del imaginario social contemporáneo responden al sustrato ideológico imperante en nuestra época, pues en palabras de Hunt: “Los derechos humanos son la lengua franca de la discusión política moderna actual… Constituyen uno de los pocos fundamentos morales y políticos ampliamente compartidos por la autoridad secular”.
Hunt matiza que los derechos humanos han tenido desde su origen un carácter contingente, toda vez que su invención “depende de las revoluciones”, en este caso la francesa y la estadounidense, enmarcadas en los amplios contornos de la Ilustración que llevó a Europa occidental primero, y a la mayor parte de la ecúmene después, a una gradual ruptura con los postulados políticos, sociales, económicos y culturales de orden medieval basadas en las corporaciones y no en las individualidades.
La aceptación e imposición de las ideas liberales y el sistema democrático llevaron a formular y asumir los derechos humanos vistos desde los diversos ámbitos de la interacción humana, como el único orden moral y social consensuado para regular a escala global la convivencia entre iguales. Esta voluntad quedó expresada en el derecho internacional a partir de 1948, cuando la Comisión para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas sustentó la Declaración Universal de los Derechos Humanos. En lo sucesivo este documento también ha amparado las presiones políticas de unos Estados hacia otros y ha motivado descalificaciones y deslegitimaciones supranacionales al intentar deponer o imponer determinados regímenes políticos.
En la actualidad, la mayoría de los Estados liberales regidos por una carta constitucional (a la que se alude y se le da una deferencia de sacralidad) basados en modelos de democracia electoral, poco o nulo espacio ofrecen para que el ciudadano de escaso o inexistente capital económico, político y social participe de las decisiones de poder que inciden sobre su propia vida y la del resto de su colectividad. Ahí yace la primera fisura que atenta contra el respeto irrestricto a los derechos humanos de los gobernados.
En México como en el resto del mundo, tomó generaciones construir un consenso sobre la necesidad de convivir dentro de un marco normativo de lo político, social y cultural basado en el respeto a los derechos. Pero asumir un consenso no implica tener conciencia. Lo vemos ahora al atestiguar la generalizada convicción de que
los derechos humanos son un obstáculo para mantener la seguridad y las prácticas punitivas contra aquellos que señalados de socavar el bien común. Lo más recurrente es que a aquellos que se atreven a defender los derechos de las personas se les acuse de velar por los criminales en detrimento del resto de la colectividad. De ese modo, el irrestricto respeto a los derechos humanos queda exhibido como un lujo o una excentricidad que el país no se puede permitir por el estado de riesgo y vulnerabilidad en que se encuentra. Se ha vuelto un lugar común y motivo de gozo la exhibición de presuntos o de probados infractores de la ley, con visibles huellas de tortura por parte de las fuerzas armadas y de los cuerpos policíacos. Cualquier foro de opinión de los medios de comunicación muestra la degradación afectiva, emocional y moral hacia el prójimo indicado como transgresor.
Los discursos de gobernantes, policías, militares, empresarios o editorialistas cargados de invectivas contra los “enemigos públicos” en turno cuentan con el abierto beneplácito de la opinión pública, que cada vez se comporta de manera más virulenta, visceral, sedienta de venganza. La violencia se tornó endémica. La violencia es vista como parte de la solución a los problemas. Para desterrar la barbarie hay que comenzar desde los niveles más profundos del individuo y de la sociedad. La barbarie está normalizada en las prácticas diarias, ya es idiosincrática. Hoy en día poco indigna las actitudes que atentan contra la dignidad humana. El escarnio público de aquellos con quienes estamos confrontados también es parte de esa violencia de la que tanto nos gusta quejarnos al sabernos amenazados. La venganza sustituyó a la idea de justicia. La pérdida de la sensibilidad para poder colocarnos en el lugar de los otros, conllevó rebasar la calidad y propio de la condición humanista aludida por el filósofo Kahler.
Los derechos humanos son parte del ideal democrático. Los derechos humanos son, en palabras de Hunt: la mejor invención de la modernidad. Ante la exacerbación y el estatus de folclor alcanzado por las variadas formas de violencia extrema que atestiguamos a diario, el respeto a los derechos humanos no admite repliegue ni negociación. Mejor aún, el espectro de los derechos humanos se ha ampliado semánticamente para rebasar lo humano y abarcar los derechos y necesidades de otras especies, el acceso y el respeto a los elementos que nos dan vida, al medio ambiente y sus componentes como son agua, aire, tierra. Por eso es inaceptable anteponer consultas e intereses privados de por medio.
* Doctor y Maestro en Historia por el Colegio de Michoacán. Director del Instituto de Investigaciones Históricas de la UABC para el periodo 2015-2019 y actual investigador de la institución. Miembro de las redes de Historia del Tiempo de la UABC, y de Estudios Históricos del Noroeste de México. También es un destacado conferencista, académico, tallerista, ensayista y seminarista. A los 4 Vientos agradece al Doctor Ruiz su invaluable y generosa participación en nuestro selecto grupo de articulistas.