Cuentos e historias para la ternura: Neruda en Colombia
Hace unas semanas encontré el texto de Jame Petras Escribiendo Historias y ahí esta historia que hoy les envío. Ojala y les guste.
Cuauhtémoc Rivera Godínez/ A los Cuatro Vientos
Neruda en Colombia
Nos detuvimos un rato en la Peña de los Parra, un agradable bar que regenteaba Violeta Parra y su familia en la calle del Carmen. Años después, periodistas y sociólogos lo transformarían en «un legendario lugar de encuentro de escritores y artistas» de un Santiago más bien serio.
Durante los años sesenta, salvo los fines de semana en que solía estar atestado, era un lugar tranquilo y barato para hablar con los amigos al calor de un canelazo y un plato de empanadas.
Una noche, nos citamos con el escritor y anarquista chileno Manuel Rojas. Mientras charlábamos, Violeta tocó la guitarra y cantó con una voz áspera y quejumbrosa:
«Sólo el amor, con su ciencia, nos hace tan inocentes…».
Mientras bebíamos, le pregunté a Manuel lo que pensaba de Pablo Neruda. Se rió:
–Es un poeta de los grandes, pero políticamente hablamos en idiomas distintos. Hay que reconocer que es muy influyente entre los intelectuales y que tiene muy buena llegada entre la gente de base, y no de Chile nomás, sino de toda América Latina.
–Eso es algo insólito.
–Pero es cierto. Déjeme contarle una historia, James, puede que no sea de verdad… pero de todas maneras podría haber pasado. Así como me la contaron,
Pablo estaba en Colombia, donde lo tenían invitado a dar una serie de conferencias. Iba en un bus. Una tarde, pasaban por un camino rural en una parte muy tupida de la selva cuando un grupo de campesinos paró la máquina. Estaban armados con machetes y unos cuantos rifles. Hicieron bajarse a todos los pasajeros. Uno de los asaltantes se fijó en la corpulencia de Neruda y se le acercó.
–Usted, ¿cómo se llama usted?
–Neruda, Pablo Neruda… –respondió con nerviosismo.
Los ojos del campesino mostraron sorpresa.
–¿Tiene algo que ver con el poeta chileno?
Pablo se tranquilizó. Por un momento, miró los machetes, que brillaban bajo el sol poniente.
–Bueno, yo soy chileno y escribo poesía.
El rostro del campesino se iluminó con una sonrisa.
–Qué oportunidad. Me encantaría que fuera usted nuestro invitado esta noche. Y, si es posible, nos gustaría escuchar algunos de sus poemas.
Pablo esbozó una leve sonrisa.
–Cómo no, si ustedes quieren…, pero ¿cómo voy a llegar a Bogotá?
–Le encontraremos otro bus, no se preocupe… y, si hace falta, lo expropiaremos.
Pablo siguió a los campesinos al interior de la selva, mientras el guerrillero hablaba brevemente con el chófer.
–Esperarán.
Aquella noche comieron pollo asado y aguardiente y Pablo fue el huésped de honor, en el centro de una larga mesa.
Hacía calor y estaba sudando. Miró la plaza improvisada. Estaba llena a rebosar. Familias enteras, madres que amamantaban a sus bebés, abuelas con caras cansadas, adolescentes y, desde luego, campesinos y campesinas llegados con su ropa de trabajo. Sólo unos cuantos habían tenido tiempo para ponerse camisas blancas y blusas.
Allí, bajo una ampolleta desnuda que colgaba sobre una plataforma improvisada, Pablo fue presentado como “el famoso poeta chileno que ha venido a Colombia a recitar sus poesías y ha tenido a bien estar con nosotros esta noche”.
Pablo alzó ligeramente las cejas. Luego, observó el mar de rostros. La plaza del pueblo estaba a reventar… las caras se confundían con la penumbra… eran los indios explotados sobre los que él había escrito.
Empezó a recitar de memoria. Su voz resonaba en la oscuridad con una cadencia armoniosa. La masa de gente escuchaba con atención, caras quemadas, frentes que brillaban en la noche. Pablo recitó Alturas de Machu Pichu:
Mírame desde el fondo de la tierra,
labrador, tejedor, pastor callado:
domador de guanacos tutelares:
albañil del andamio desafiado:
aguador de las lágrimas andinas:
joyero de los dedos machacados:
agricultor temblando en la semilla:…
Entonces, dudó; su memoria le falló en el silencio de aquel pueblo abandonado en medio de la selva. Su anfitrión, el campesino que había agitado el machete y que detuvo el bus, se levantó y, con voz clara, continuó:
…alfarero en tu greda derramado:
traed la copa de esta nueva vida
vuestros viejos dolores enterrados.
Mostradme vuestra sangre y
vuestro surco,
decidme: aquí fui castigado,
porque la joya no brilló o la tierra
no entregó a tiempo
la piedra o el grano:
señaladme la piedra en que caísteis
y la madera en que os crucificaron…
Pablo rió satisfecho, aliviado. Se abrazaron.
A la mañana siguiente, subió al bus y miró por la ventanilla. Sonreían, diciéndole adiós.
–Adiós, compañeros –murmuró.
El motor arrancó.