Capitalismo y violencia simbólica. El mundo en clave de mercancía
Algo peculiar de las imágenes mostradas por la película Joker, es que nos comunican coyunturas personales y sufrimientos relativamente cercanos a los de nuestra experiencia cotidiana. No se trata de esa violencia barroca, abigarrada y abstracta de las películas de Iron Man o de Transformers, sino de una crudeza escenificada en un contexto demasiado parecido al de las vidas de muchos de nosotros.
Alfredo García Galindo/ 4 Vientos
Sin embargo, lo distintivo del filme no es el ímpetu brutal ejecutado por un sujeto cualquiera –a pesar de su eventual insania–, sino también el hecho de que se expone a un individuo alienado en extremo que al final del día tiene algo en común con nosotros como seres también convencionales. Ese algo en común es el hecho de que somos entes que sobrevivimos en el entorno de alienación más extremo que la historia haya conocido. Somos, por ello, seres alienados, ¿pero alienados por qué? Alienados por los efectos perniciosos de un mundo real y discursivo que todo lo promete pero que poco garantiza y casi nada entrega; es decir, alienados por las formas psicosociales que corresponden con la estructura económica hoy dominante: el capitalismo mercantil globalizado.
Puede decirse que se trata del correlato siniestro de la violencia estructural que siempre se acompaña de otra violencia apenas soterrada: la violencia simbólica. Si la violencia estructural es aquella que las contradicciones del sistema ejercen de manera concreta sobre las personas –pobreza, marginación, precariedad laboral, contaminación, salud deficiente–, la violencia simbólica, es aquella que pasa desapercibida por sus víctimas pues se ejerce particularmente por los caminos psíquicos de la comunicación y del reconocimiento social.
En este sentido, prácticamente todas las instancias de interacción social –la familia, la escuela, el templo, el trasporte público, la programación televisiva, el cine, la publicidad, la convivencia con los amigos– se involucran en una reproducción cultural por la cual se recrean mensajes, estereotipos y patrones que apuntalan las condiciones dadas por el contexto estructural dominante.
Así, la violencia simbólica es una fuerza que constriñe pasiva o indirectamente nuestros comportamientos, de tal manera que las condiciones de ese orden terminan por ser normalizadas e incluso vistas por nosotros como una “realidad” que no puede ser alterada. Digamos que se instala en nuestra psique esa típica y fatal partícula discursiva que reza, “así es la vida”.
Dado que la violencia simbólica es como un complejo discursivo originado en la violencia estructural y es interiorizado por nosotros en forma inconsciente, no somos capaces de notar las fuerzas que determinan los lineamientos de dicho orden y sus correspondientes coacciones. Esto termina por incrustarse incluso en nuestro propio sentido de identidad, el cual puede irse adecuando al papel que el sistema va modelando para los individuos que controla.
Si el siervo en la Edad Media ocupaba una categoría social que le hacía tener una concepción de sí mismo antes como siervo que como persona, podríamos ahora preguntarnos cuál es la categoría que nos corresponde como sujetos “globales” en un contexto de capitalismo mercantil y si acaso existe una violencia simbólica que nos victimice como individuos acoplados a esa misma situación de habitar en el mundo del mercado y la mercancía. Pues justo esa es nuestra categoría: la de consumidores ansiosos por la compra.
Nuestra noción de la felicidad y el bienestar está cifrada en clave de consumo. El american way of life permanentemente actualizado habla de que las mercancías y los servicios son las partículas que engloban lo que una buena vida debe ser. El boato de las revistas de tabloides, la publicidad, las telenovelas y las series en streaming, proyectan el ser anímico que nos gobierna: comer en el restaurante de cortes argentinos, la navidad con aguinaldo para los regalos, el internet con Wifi y el juego de Fortnite. La adquisición de la mascota con pedigree, los viajes presumidos en Instagram, el planchado de cabello en la estética de moda, la membresía en el club deportivo y la renta de una casa bonita para invitar a los amigos a ver los partidos de la Champions.
Los descuentos en la tienda Apple para cambiar el celular, el refrigerador a 12 meses sin intereses, la escuela de paga y las compras en la librería-boutique que nos certifique como lectores progresistas. Las clases de yoga, el veganismo de ocasión, el deseo de año nuevo de ahora sí hacer el viaje a la playa de moda. Los zapatos “de marca”, el auto seminuevo entregando como enganche el gastado Nissan y las películas de moda en 4D y zona VIP.
Es la capa de estabilidad emocional que tejemos con esos retazos de alegría que contienen los productos y servicios. Es la materialización de los anhelos más insignes, encarnados en la Madame Bovary de Flaubert, como estereotipo de las primeras víctimas de la compra y antecesora nuestra como seres para el mercado. Es, en fin, el descenso a la tierra de ese cielo soñado que bien imitan los centros comerciales con todas sus luces, colores, texturas y con su tiempo fuera del tiempo pues el paraíso está dado; está prefabricado para que, de acuerdo con el discurso del señor capital que lo promueve, sea cosa de acceder a él por la vía del esfuerzo personal y del emprendedurismo porque todo es posible en el reino del consumo.
Pero, ¿cuál es el estado de nuestra conciencia cuando no nos ha ido para nada bien, siendo que a diario escuchamos esa retórica de que el mundo es de los “exitosos”? Cuando observamos que nuestra vida no pasa de un empleo mal pagado y de que debemos todo el menaje de la casa. Cuando el esplendor de los triunfadores bombardea nuestra cotidianidad desde el momento en que encendemos el televisor. Cuando perdemos a diario tres horas en el tráfico, si es que no somos de aquellos que viajan en transportes públicos tan atiborrados que les han robado dos veces la cartera en el último mes. Cuando el miedo al despido expresa un terror abstracto que en verdad es el de desplomarnos en la jerarquía de los consumidores.
Personificamos así alguna de las muchas versiones anímicas del Joker, Arthur Fleck. La de ese sujeto alienado del que hablan diversas tradiciones desde la filosofía y la sociología y que es la víctima sacrificial inmolada cada día en el patíbulo de la violencia simbólica. Es la ocurrencia de un quiebre esquizoide por el que sufrimos la opresión del sentido de derrota por no tener la vida de ensueño de las estrellas del deporte que tanto admiramos, situación a la cual asignamos culpables diversos: el estúpido de nuestro jefe, la familia, el alcohol, nuestra heredada tendencia a procrastinar, la vida misma. Pero se ve que no percibimos las determinaciones sociales cuya base estructural es el sistema económico que domina al mundo. La realidad determinada históricamente por el capitalismo la confundimos con la realidad por sí misma como si el ser humano sólo hubiera nacido para hacer frente a la terrible e inevitable tragedia que es la vida.
Puede verse así cuál es la esencia de la violencia simbólica en el mundo actual. El poder de la mercancía como fetiche no sólo se define por lo que brinda su posesión sino también por la devastación anímica que implica no tenerla. Nuestra mirada embelesada hacia el Ferrari en exhibición manifiesta la postración psicológica de quienes observan un objeto sublime, etéreo, inalcanzable, lo cual también ocurre desde el plano de los acontecimientos más convencionales: nos forzamos a nosotros mismos día a día para cumplir en lo posible con las expectativas que desde niños nos dijeron que eran las que correspondían con aquellos que han hecho algo de provecho con su vida.
Se trata de un golpeteo cotidiano que nos fuerza hacia una identidad dolida. Es una suerte de orfandad que abre paso a la neurosis crónica, a situaciones de ansiedad y depresión que en algunos momentos pueden provocar explosiones desesperadas o, en el más terrible de los casos, precipitar la irrupción en el delito o en la autodestrucción. Realidades profundamente antinómicas que, no obstante, es difícil percibir pues el discurso del capitalismo tiene la particularidad de diluir el sentido del mundo. Con esta imposibilidad de entender la razón de nuestras postraciones se abre la puerta a los métodos extremos, al fundamentalismo o a la violencia en escalada, en un mundo en el que la realidad de que gana el más fuerte es eufemizada con la parafernalia festiva de “el cambio está en ti”.
Si al final de la película vemos al Joker siendo vitoreado por maleantes y desposeídos, no es porque se trate de una apología de la violencia; simplemente es la escenificación de los absurdos provocados por la estructura y la simbología del capitalismo más excluyente, es decir, ese mismo en el que nos debatimos y que está devastando al planeta tanto en el sentido alegórico como literal del término. Por ello no es muy difícil comprender la elección del personaje del Joker por parte de muchos manifestantes de estos días para hacerlo un símbolo paradójico de su resistencia; es como si se tratara de la respuesta grotescamente sarcástica a la ficción de que el capitalismo y el estado liberal son las instancias de defensa del estado de derecho, de la convivencia ciudadana, de la racionalidad, de la democracia.
Si como decía Aristóteles, la democracia es el gobierno de muchos que son pobres y la oligarquía es el gobierno de pocos que son ricos, podemos con toda certeza afirmar que el régimen político característico del capitalismo es la oligarquía; este poder cuasiomnímodo que tiene en sus manos las armas materiales y simbólicas para intentar perpetuarse como potestad hegemónica; como una directriz del modelo civilizatorio global que estará dispuesta a hacer frente a cualquier resistencia que cuestione su legitimidad.
Puede verse que atisbar en la violencia simbólica correspondiente con el capitalismo nos enfrenta a contenidos que se ramifican por la totalidad de una existencia mercantilizada como jamás había ocurrido. Es el mundo en clave de mercancía en la que la despersonalización por los anhelos de consumo son inoculados incluso en aquellos desposeídos de todo; situación paradójica como paradójico lo es también atestiguar el brutal triunfo en taquilla de Joker gracias a la publicidad, al morbo objetivado en productos visuales, a la industria millonaria que puede producir estas películas, a nuestra enajenada inclinación a consumir aquello de lo que todo mundo habla, en otras palabras, es un filme cuyo éxito se explica por el mismo universo estructural y simbólico al que evidencia.
No decimos que entonces nada podemos aprender del debate que ha motivado esta película como lo han hecho muchas otras producidas también por Hollywood, pero menos apetecidas por nuestra distintiva conducta como consumidores de cine. Podemos destacar el aspecto que la hace peculiar y que coincide con la crítica necesaria a los imaginarios convencionales de la sociedad. Si la publicidad y el cine comercial explotan los valores con los que nos identificamos como sujetos alienados y mercantilizados, el primer paso en aras de la emancipación es el de percibir que las tragedias históricas no se deben sólo a las causas claramente identificables, sino también ocurren por un complejo simbólico que las dispara, en este caso y hablando del capitalismo como modo de producción, al poderoso imaginario de que la felicidad y el bienestar se definen por la posesión abreviada en las mercancías.
Si el capital se fundamenta en la venta explotando el lenguaje y los códigos semánticos; si su discurso ha abrumado a los seres humanos pues los ve solo como consumidores, ese paso inicial de la toma de conciencia debe dirigirse justo hacia el ámbito de la subjetividad que hace posible la permanencia del sistema. Se trata entonces de un duro proceso encaminado a socavar las normas socioculturales que justifican la mercantilización de la vida. De eso trataría un espíritu y un sentido común crítico –como diría Antonio Gramsci– apuntalado por diversos frentes: liderazgos, activismos, academias, foros ciudadanos, proyectos comunitarios, movilizaciones. Un camino alterno que no sólo denuncie las exclusiones materiales sino que visibilice las trampas de la mercancía vuelta fetiche.
En fin que romper ese cerco discursivo y simbólico podría llevarse a cabo si una parte significativa de la población se decidiera a un asalto radical a los principios de su vida amante de los fetiches, pero es justo reconocer que –como dijimos previamente– el sistema se mantiene en su sitio porque hemos aprendido a venerar las pocas alegrías que rescatamos de este naufragio en el que padecemos nuestra existencia. Porque al final del día, de eso se trata la alienación de la conciencia en medio de este mundo en clave de mercancía: una dolorosa y contradictoria dualidad que parte nuestro ser y de la que pocos escapan con daños mínimos en sus cuerpos y en sus espíritus.
Así que en lo inmediato, la posibilidad de una transformación radical de la política económica sólo podemos incitarla de ese modo, es decir, acompañando a los movimientos de inconformidad civil que, por ejemplo, hemos estado atestiguando en diversos países. Aunque queda clara la urgencia de otra forma de organizar la convivencia humana, lo cual en lo sucesivo deberá partir de la recomposición del tejido social, del trabajo hacia mundos más vivibles en los que la violencia naturalizada simbólicamente no tenga cabida por no existir ya la estructura material que la sustenta. Al final –y eso fortalece ese reducto de posibilidad humanizante–, las resistencias diversas con estos rasgos, nunca han dejado de existir.
Queda claro: en esta guerra contra el capitalismo y sus violencias, quizás será necesario poner mucho más que la disposición y las esperanzas pues no existe alternativa. Si el actual modelo civilizatorio tiene el derrotero marcado hacia el abismo, el tamaño de los sacrificios tendrá que ser mayúsculo para llevar a cabo el viraje necesario. A ello apuntaba la afirmación de muchos críticos del capitalismo como el filósofo Georgy Lukács, quien decía que el fin de la alienación del ser humano sólo podrá lograrse cuando sea abandonado o destruido el modo de producción sobre el que la misma descansa.
Alfredo García Galindo es economista, historiador y doctor en Estudios Humanísticos. Es catedrático y autor de diversos libros y artículos; ha impartido charlas, ponencias y conferencias, enfocándose en el análisis crítico de la modernidad y del capitalismo a través de una perspectiva transversal entre la filosofía, la economía, la historia y la sociología.