Alma
Treinta y cuatro años después de su muerte, a esa mujer que fue mi camarada y mi esposa, le rindo este homenaje público.
Jesús Sosa Castro/ A los Cuatro Vientos
El catorce de febrero de mil novecientos ochenta salimos de la casa juntos. Alma iba al médico y yo a una reunión de solidaridad con Chile. En el trayecto de la casa al Metro Tlatelolco, hicimos planes para estar en el acto de solidaridad con el país de Bernardo O´Higgins, padre de la Patria chilena. El once de septiembre de mil novecientos setenta y tres, siete años atrás, los militares encabezados por Augusto Pinochet, habían derrocado al gobierno de Salvador Allende. Nuestros ideales siempre estaban con las luchas de izquierda. Yo era miembro del Comité Central del Partido Comunista Mexicano y ella maestra en el Colegio de Ciencias y Humanidades, ligada a las luchas universitarias. A las cinco de la tarde nos separamos. ¡Fue la última vez que la vería con vida!
Por la tarde noche, quedamos de encontrarnos en el acto político convocado para protestar contra los gorilas de Chile. No quiso que la llevara a su cita aduciendo que yo no llegaría a tiempo al acto que se había convocado por el PCM y por el Comité de solidaridad con el pueblo sudamericano. Cinco horas después de haberla dejado en el Metro, viví una tragedia indescriptible. El hecho de que no hubiera llegado al mitin, hizo que una angustia desconocida empezara a recorrer todo mi cuerpo. Ya en el consultorio, el médico me informó que no había llegado. El miedo que sentí no lo puedo describir. ¡Me mataba la incertidumbre! Decidí volver a la casa con la esperanza de que ya hubiera regresado. Al atravesar Avenida Chapultepec, casi a la altura de la estación Niza del metro, varias ambulancias y patrullas daban cuenta de un accidente.
Cuando llegué a la casa, Silvy, una jovencita que trabajaba con nosotros, me informó que la señora no había regresado ni había hablado por teléfono. Con la preocupación al máximo, decidí hablar con Juan Manuel, mi cuñado, para explicarle lo que estaba ocurriendo. Hablamos a locatel, a los amigos de la familia y nadie daba cuenta de ella. Cerca de la media noche recibimos una llamada telefónica de la policía afincada en la Delegación Cuauhtémoc para que pasáramos a identificar a una persona que había sufrido un accidente. Sin mediar ninguna palabra, recorrimos el camino para llegar al lugar indicado. ¡La zozobra nos ahogaba!
Es doloroso vivir un trance de esta naturaleza. Y aunque en el recorrido intuíamos la gravedad de la tragedia, no es fácil describir lo que sentimos minutos después en el forense de la Delegación. La vida de esta mujer había sido truncada de manera inexplicable. Su juventud y su belleza interior, yacían cubiertas con una sábana azul en una plancha fría en los sótanos de una demarcación policíaca. Tembloroso fui descubriendo su rostro hasta ver su palidez. Estaba allí, sin vida. ¿Quién había sido el responsable de su muerte? ¡Como siempre ocurre, nadie pudo identificar al culpable! Lo único que se supo fue que un automovilista demente, al salir del paso a desnivel que está en el cruce de Chapultepec con Insurgentes, perdió el control del vehículo, se subió a la banqueta y arrolló a una mujer que esperaba cruzar la Avenida Chapultepec hacia el oriente.
Con la muerte de Alma murieron muchas cosas en mí. Por varias semanas no quise ni pude salir de mi casa. Trataba de explicarme el porqué de esta muerte. La indefensión en la que uno se encuentra cuando el poder de las cosas se impone contra los seres humanos, es algo terrible. Las calles de esta ciudad están deshumanizadas. Las personas se han convertido en simples objetos del poder donde el derecho a la tranquilidad y al humanismo ha sido tragado por los autos, la polución, la violencia, el burocratismo, la mediocridad y la muerte. Algunos de los gobiernos le han quitado a la sociedad el derecho a moverse en paz, han cubierto las calles de personas sin alma, sin emociones y sin vida. Lo único que no pudieron matar, fueron los ideales que ella defendió. Me apropié de ese paradigma, y treinta y cuatro años después, éste, sigue siendo el motor que impulsa mis convicciones.
De entonces a la fecha han pasado más de tres décadas. Con su capacidad intelectual y con su trabajo político incansables, ese ejemplo ha sido parte fundamental de mi trabajo y de mi vida. También me ayudó Arnoldo Martínez Verdugo para salir de este trance. El me pidió que retomara mis actividades al frente de la Comisión Nacional Sindical para empezar a salir de mi crisis. Hasta hoy, no he podido explicarme por qué sucedió esto, justo cuando apenas empezábamos a entender el sentido de nuestra lucha común. El catorce de febrero siempre ha significado una pena y mucho dolor para mí. Perdí físicamente a una mujer cuando apenas iniciaba a disfrutar de su trabajo, de su intelecto y de su vida familiar.
Hoy, aturdido por los mismos fenómenos sociales contra los cuales Alma luchó, cuando miles de mujeres salen a las calles a gritar sus inconformidades y a defender sus derechos, creo que vale mi reconocimiento público, que no había podido hacerle porque seguía extraviado en mis emociones. En la tranquilidad que me da el espacio que tengo para trabajar, y con motivo del ocho de marzo, día internacional de la mujer, escribo estas palabras en su honor. El recuerdo que yacía por allí, quise recuperarlo homenajeando a todas aquellas que, como ella, también luchan por sus derechos.
Junto a miles de trabajadores, impulsó la construcción del sindicato de la UNAM. Como integrante de la célula Aníbal Ponce, los comunistas íbamos de madrugada al zócalo y a las calles de México a pegar carteles exigiendo la libertad de los presos políticos. Fue una mujer que aguantó la presión policiaca cuando yo vivía a salto de mata por ser comunista. Cuando fue secuestrada junto con Jairo Calixto Lozano y conmigo, soportó la violencia y el acoso de los cuerpos represivos. La causa, participar en las luchas obreras y magisteriales que encabezaban Demetrio Vallejo, Valentín Campa y Othón Salazar. Treinta y cuatro años después de su muerte, a esa mujer que fue mi camarada y mi esposa, le rindo este homenaje público. ¡Se lo debía! Doy cumplimiento ahora, a esa vieja deuda de amor y de lucha.