A 20 años del magnicidio, Colosio escribe un drama que aún no deja ver la luz de los hechos.
El 23 de marzo de 1994, en Lomas Taurinas es ultimado Luís Donaldo Colosio. Mario Aburto más tarde sería presentado ante los medios de comunicación y, después de un juicio plagado de contradicciones e inconsistencias, el crimen de Estado quedó consumado. La verdad jurídica se impuso a pesar de todo. El asesino solitario, sin antecedentes, una figura vulgar, analfabeta, un pobre diablo acabó con la vida del líder que los priista consideraban el hombre capaz de transformar al país.
Alfonso Bullé Goyri / A los Cuatro Vientos
Vinieron luego todo tipo de explicaciones, una cadena interminable de hipótesis encaminadas a explicar el crimen y descubrir el móvil. La sociedad civil quedó insatisfecha a pesar de esos ríos de tinta que, aún hoy, siguen discurriendo y que al fin van a parar a las páginas de los rotativos más importantes de México sin ninguna consecuencia. Las autoridades judiciales nunca fueron capaces de ofrecer explicaciones plausibles y presentar los verdaderos motivos del crimen. Tampoco pudieron detener ni juzgar a los autores intelectuales, acaso los materiales porque, en el fondo, así lo cree una gran mayoría, a nadie conviene que se sepa la verdad. En el transcurso de estos trágicos sucesos que conmocionaron al país se filmaron cintas, se escribieron libros, se formularon teorías de todo tipo, unas más extravagantes que otras, se intentaron reconstrucciones insólitas, imaginativas y fantasiosas; se conjeturaron conclusiones verosímiles algunas, descabelladas otras.
El mito de que Carlos Salinas de Gortari ordenara el homicidio tampoco prosperó ni pudo ser demostrado. Que se sepa al expresidente jamás, ya no digamos juzgarlo, pero en ningún momento ha sido requerido para una simple audiencia ante un juez para ofrecer su versión de los hechos.
La justicia en México siempre es remisa. El Caso Colosio sólo se recuerda cada 23 de marzo y todo sigue como siempre. Al fin nada, ni una palabra que tenga algo de valor o de verdadero peso.
Mario Aburto, el asesino solitario, rumia en la prisión solitaria de su desventura, ensimismado con la vaguedad infame de una vida absurda, en la oscuridad de una celda que mide lo que su imaginación o su desgracia que no tiene razón de ser, ni motivo ni principio ni fin. El único hombre sentenciado a más de 40 años por un sistema de justicia tramposo, pasa cada largo minuto en un ostracismo vacío, dejando correr el torrente de la desesperanza en su inútil existencia que socava el alma. Esa vida se pudre día a día sin objeto, se consume minuto a minuto sin hallar su objeto y sin lograr tampoco explicar el origen de tan terrible crimen.
Mario Aburto fue el chivo expiatorio, el agente del más fabuloso escándalo político de la era moderna de México en la que desde el Presidente de la República hasta el más infame de los políticos en servicio quedaron señalados por la brutal agresión sobre el candidato a la máxima representación nacional. El disparo de quienes hayan sido los autores marcó para siempre a toda la clase política del país.
En estas fechas, como cada año, se despliega por toda la prensa una campaña que aprovechan los priistas para ser vistos, para demostrar su solidaridad a quien en su momento objetaron porque nunca fue clara su candidatura. Es el mejor pretexto la conmemoración del crimen para hacerse visibles, para rasgarse las vestiduras y exaltar la figura que enmienda y construye los ideales de fraternidad entre los correligionarios. Los priistas cuentan con un mártir y se apoyan en la figura que, aseguran, pudo haber cambiado los destinos de México. Con frases manidas, grandilocuentes y chabacanas estos agentes de la propaganda sienten deshacerse de sus responsabilidades y traen al presente la tragedia irreparable que precipitó a la nación a un penoso trance. Como en un juego de espejos, asumen una postura falsamente fraterna por el hombre que fue sacrificado. Sostienen que Colosio pudo transformar los destinos de México, no ellos, no los priistas, no el instituto político que los acoge. Luis Donaldo Colosio es el santo que descendió a la tierra para resolver los problemas del Partido. Pero cuando estaba en campaña le regatearon su apoyo y luego lo mataron y lo convirtieron en una especia de mártir desacralizado, elevado al panteón de los grandes hombres. Pasaron los años y los priista no han podido seguir las enseñanzas de su líder. Todos cada vez que pueden se limpian la cara con esa figura que han elevado al cosmos de los héroes nacionales y como si fuera un bálsamo evocar sus discursos, traer a colación sus frases sacadas de cualquier lado, distribuir fotografías como imágenes divinas para así conservarse visible y libres de toda responsabilidad.
No cabe duda de que Luis Donaldo Colosio fue una víctima del sistema mexicano, sin embargo, a pesar de todo, está lejos de ser una figura excepcional, que pueda considerarse como una representación particularmente relevante por sus aportaciones o por formular aquello que Paul Válery definió como política de altura. Quizás esto pueda parecer una injuria para muchos de sus fieles a o para todos aquellos correligionarios de buena voluntad que han adoptado el mito de la grandeza del sonorense. Un crimen de esta naturaleza siempre es censurable. Por eso, si de reproches se trata, el más decisivo debe dirigirse no sólo al autor intelectual sino sobre todo al Estado que fue incapaz de evitar un ataque certero sobre un candidato a la máxima representación nacional.
Hay que advertir que Luis Donaldo Colosio no tuvo la oportunidad de mostrar sus capacidades o su grandeza, a pesar de los puestos que asumió hasta antes de de ser elegido candidato del PRI a la Presidencia. Fue una personalidad que ya aspiraba las fragancias del poder, pero apenas participaba de la epifanía celebrada en el pórtico del palacio. Era un funcionario bastante oscuro, sin una clara personalidad política ni una obra que lo revelara como un intelectual de aliento. Es cierto, adquiría visibilidad nacional y sus discursos y mensajes habían tenido cierta relevancia. Su voz conquistaba un acento singular, pero hay que reconocer que seguía al pie de la letra la tradición y el guión que dictaba el envejecido sistema político priista. Por tanto la acción del candidato no revela aún al hombre en pleno dominio del poder que es, en todo caso, el que convierte al actor audaz de un vulgar político pueblerino a un estadista de temple. Colosio no había pulsado las armas de su genio en la cúspide ni tampoco se mostraba como una figura de excepción. Era un subordinado del Presidente Salinas de Gortari, hombre autoritario y voluntarioso que sabía jugar en las entretelas del poder con destreza principesca y que en esos juegos siniestros buscaba alzarse con la mayor ventaja para su causa y su poder unipersonal. Luis Donaldo fue uno de los peones en el tablero regio que, además, precipitaba al país hacia una espiral fatal de violencia inusitada que no tardaría en cimbrar los cimientos que sostenían al sistema político desde el triunfo de la Revolución.
En las crónicas más serias y autorizadas, Colosio aparece como una ficha más en el juego de las intrigas diabólicas que en esos momentos mantenían en tensión a la administración salinista. Se celebraba el éxito del TLC, pero unas horas más tarde el optimismo se volcó en una preocupación de funestos presagios por causa del levantamiento zapatista en la selva chiapaneca. Colosio se hallaba además en el centro del torbellino de una lucha feroz que no alcanzaba su objeto y que distribuía su virulenta infección por todos los flancos del proyecto de sucesión que se había diseñado meses antes, acaso años, bajo el silencio del poder único e imperial del presidente de la república. Colosio se debatía entre los sucesos imprevisibles y las circunstancias de una historia que se fraguaba en el hermético espacio del despacho presidencial donde todo se decide pero que, sin embargo, a esas aciagas horas parecía dejar abierta algunas rendijas por donde se filtraba los vientos que anunciaban los prolegómenos de un tiempo de cambio. Ni Colosio ni ninguno de los otros protagonistas del drama trágico pudieron adivinar la potencia del tsunami que se avecinaba. Intereses legítimos de paz e ilegítimos propios de la soberbia natural que exige la despiadada lucha por el poder, se mezclaron en un impetuoso proceso que arrastró a la nación completa, para dibujar en las páginas de la historia reciente de México el drama de una serie de asesinatos comenzando por el de Luis Donaldo Colosio. El drama apenas se iniciaba y muchos de los actores invitados fueron arrastrados sin piedad. Hoy se guarda silencio en medio de elocuentes discursos; se toma distancia entre homenaje y conmemoración, una distancia improcedente porque impide ver la claridad de los sucesos. En el imaginario popular se sobrelleva la muerte de Luis Donaldo Colosio que alimentó rencores, desavenencias, oposiciones irreconciliables entre amigos y adversarios y que empujó al país hacia un desfiladero escarpado del que aún no logra salir.
*Alfonso Bullé Goyri. Escritor, editor y crítico de arte. Ha publicado en diversas revistas y periódicos nacionales. Actualmente trabaja en un libro de poemas.